En los medios de radio y televisión del oficialismo cada vez que el transporte subterráneo entra en caos y la ciudad colapsa, suelen anunciar que “el Metro funcionó ayer normalmente… con sus retrasos habituales”. Vaya cinismo: convertir el desorden y la ineptitud es una insensata costumbre.
Vale recordar al ingeniero José González Lander, presidente del Metro, un hombre tan honesto que llegaba a su trabajo en un destartalado Volkswagen, sin chofer, sin escoltas y sin camionetas blindadas. Tenía muchas cualidades, pero resaltaban tres que eran fundamentales: no era ladrón, nunca se rodeó de lujos y tampoco era un uniformado.
El Metro de Caracas fue ejemplar como medio de transporte masivo. Fue celebrado por los pasajeros por la eficacia de su servicio y hasta por las buenas maneras que produjo entre los usuarios. La gente se transformaba al descender hacia los subterráneos, como para corresponder con su urbanidad el tributo que el Estado hacía a sus necesidades de locomoción.
No se necesita ser viejo para recordar las cualidades del servicio, porque hasta la prensa extranjera recogía las bondades de un flamante sistema de movilización que, por la cercanía cronológica de su inauguración, hasta hace cerca de una década nos distinguió como viajeros civilizados, puntuales y bien atendidos. Pero debido a la notoria ruina que hoy lo caracteriza, parece cosa de un pasado remoto. Le ha sucedido como a la mayoría de las obras de la democracia representativa en las manos de la “revolución” roja rojita: es un deplorable escombro.
Los relojes funcionan ahora según el capricho de los conductores o con la voluntad de los coordinadores del servicio. Los accesos de las estaciones son destartalados escollos. La venta de boletos es morosa y desatenta, cuando antes era diligente y amable. La vigilancia no existe, cuando en el pasado se distinguió por una adecuada presencia que evitaba delitos y desmanes. La limpieza ha sido vencida por la mugre, al punto de convertir en basurero lo que llegó a ser modelo de pulcritud ambiental. La urbanidad ha dado paso a la vulgaridad masiva.
Pero hay un problema mayor, según las denuncias de expertos en la materia y antiguos empleados del sistema. Los entrenamientos de los conductores brillan por su ausencia. Hacen lo que les viene en gana, sin mirar hacia la vida de las personas atiborradas en los vagones. La falta de mantenimiento de los trenes es ahora parte de la rutina para que quienes están obligados a aventurarse en su interior pasen por riesgos evidentes e inminentes. Se ha cambiado el tipo y el modelo de los trenes, después de ofrecer apenas lecciones de rudimentos a quienes los deben conducir. ¿Cabe mayor irresponsabilidad, mayor descuido y burla contra la ciudadanía?
El Metro de Caracas es un botón de muestra, sobre cuyas deficiencias se debe insistir por razones obvias: es mucha la gente que debe pasar a diario por sus riesgos y sus desvergüenzas. Lamentablemente, sucede lo mismo con la mayoría de las obras públicas que la democracia hizo durante la segunda mitad del siglo XX: han sido destruidas por el socialismo del siglo XXI. Dentro de poco todo el país será un escombro. Le falta poco, pero muy poco.
Editorial de El Nacional