La agresión contra el diputado Julio Borges no es solo lo que fue, un acto inadmisible de violencia y cobardía. Pero, si tiene sentido esta afirmación, resulta extraño que se perpetre frente a los ojos de la sociedad venezolana y ante la mirada de la comunidad internacional. En consecuencia, no estamos ante un suceso deleznable que se le escapó de las manos al gobierno, sino ante un episodio cuya divulgación convenía a los intereses de quienes manejan los hilos de cierto tipo de política desde una distancia conveniente.
Todo el mundo sabía que un grupo de diputados asistiría a la sede del CNE el 9 de junio en horas de la mañana. La concentración se llevaría a cabo en las puertas de un lugar emblemático, el Centro Simón Bolívar, el lugar más localizable de la ciudad. Las cámaras de la televisión y una legión de reporteros estaban pendientes de una reunión fundamental para la solución de la crisis política. Los tuiteros y los murmuradores estaban frente a sus equipos de improvisados comunicadores para ver cómo mover los teclados. Aún los menos enterados estaban en cuenta del suceso, debido al excesivo movimiento de gentes armadas que se había apostado en las inmediaciones. No había posibilidad de que el suceso pasara inadvertido.
Además, no se presentaban en la escena unos hombres comunes, sino representantes políticos muy conocidos por su trabajo en la AN. Aún así, los espectadores fueron testigos de un ataque artero con objetos contundentes contra el líder de la fracción parlamentaria de la oposición. La gavilla se lució en el centro de las cámaras. La avilantez perdió el recato para exhibirse en primer plano. La barbarie mostró sus colmillos afilados frente a los pasos legítimos de uno de los líderes más célebres de la actualidad.
Si se agrega a esto la compañía de la GNB, cuyos integrantes estaban custodiando el CNE y tenían la misión de velar por el orden público, se juntan todos los elementos para pensar en la existencia de un plan deliberado por el régimen. No hicieron nada, que no fuera contemplar en silencio un delito político y una afrenta a la cohabitación republicana; o promover el inicio de la escandalosa hostilidad, si juzgamos por el testimonio de los diputados agredidos que vieron al general de las armadas huestes ordenar unos movimientos que solo pueden ser motivados por la imprudencia, o la complicidad con los interesados en montar el teatro.
Tenemos todos los ingredientes de un escándalo pensado con frialdad de antemano. ¿Para qué? ¿No es más lo que se pierde que lo que se gana con estas escenas pavorosas? Quizá no, si se quiere mandar un mensaje a la sociedad cada vez más desesperada por los desastres del régimen. Se atacó al diputado Borges para que todo el mundo lo viera, es decir, para que el pueblo escarmentara en pellejo ajeno.
Lo que le pasó al parlamentario le pasará a cualquiera, mujer humilde de las colas interminables, enfermo afligido por la ausencia de medicinas, individuo asqueado de la corruptela y de la vulgaridad de la “revolución”, si se incorpora a las filas de una protesta. Estamos en la temporada de la siembra del miedo.
EN