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El FMI en la Argentina de la dictadura, la hiperinflación y el corralito

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El FMI en la Argentina de la dictadura, la hiperinflación y el corralito

En 1967, en un texto que firmó desde su exilio en España, Juan Domingo Perón contó que la primera visita que recibió cuando llegó al poder en 1946 fue la del presidente del Fondo Monetario Internacional, el belga Camille Gutt, quien lo invitó a sumar a Argentina a la lista de asociados. Perón le dijo que se lo pensaría y pidió a dos de sus asesores que investigaran de qué se trataba este nuevo organismo surgido un año antes, de los acuerdos de Bretton Woods. “El resultado fue claro: se trataba de un nuevo engendro putativo del imperialismo”, escribió Perón. Más de 70 años después de aquel diagnóstico, es poco lo que cambió la opinión que muchos argentinos tienen del FMI, de regreso ahora en el país gracias al rescate financiero que pidió esta semana el presidente Mauricio Macri. Esa persistencia tiene que ver con una larga historia de encuentros y desencuentros, coronada siempre por periodos de bonanza que terminaron en profundas crisis económicas, la más grave en 2001.

 

 

 

El rechazó argentino al FMI duró tanto como Perón en el Gobierno. En 1956, tras el golpe militar, el general Pedro Aramburu pidió asistencia financiera al Fondo e inició una relación que aún perdura. El FMI asistió más tarde al gobierno democrático de Arturo Frondizi (1958-1962) y al de facto de José María Guido (1962-1963). Por aquel entonces, la deuda con el FMI ya había ascendido a 2.100 millones de dólares. El espíritu de aquellos aportes no puede compararse con el actual. “En los 50 y 60 eran prestamos de corto plazo, para enfrentar problemas de liquidez y evitar devaluaciones desestabilizadoras”, explica Pablo Nemiña, investigador en economía política del Conicet, Unsam y Flacso. El gran cambio llegó en 1971, cuando EEUU pateó el tablero y devaluó su moneda para frenar el expansionismo comercial de Europa y Japón.

 

 

 

 

Muerto el compromiso de no aplicar devaluaciones competitivas, las monedas flotaron libremente y el poder de préstamo del FMI fue asumido por los bancos. El FMI perdió entonces su razón de ser. Es la década de la “travesía del desierto” del Fondo, cuando no encuentra su lugar en el mundo. En Argentina, sin embargo, apoyó sin reparos la ortodoxia económica de la dictadura. Fue el periodo de mayor crecimiento de la deuda argentina, que pasó de 7.000 millones de dólares en 1976 a 42.000 millones en 1982. “Entre el 76 y el 78 hubo 29 meses bajo acuerdo con el FMI. El PIB creció 1% y la inflación fue del 265%. Todo eso con el FMI controlando las cuentas”, recuerda el historiador económico Mario Rapaport. Para Nemiña, el FMI “tuvo un papel estratégico para dar apoyo técnico, político y financiero” a la apertura de los mercados diseñada por el ministro de Economía de los militares, José Martínez de Hoz.

 

 

 

 

Luego llegaron los años 80, la década de las grandes crisis de deuda que siguieron a la cesación de pagos decretada por México. Todo ese mundo de prestamistas multilaterales que parecía fantástico estalló por los aires y los bancos privados dejaron de prestar dinero. “Aparecen entonces los créditos del Fondo que te permiten mantener los pagos”, dice Nemiña, «es su época de mayor intervención, porque aumentan las condiciones para prestar”.

 

 

 

 

En Argentina había vuelto la democracia y gobernaba Raúl Alfonsín. Son los tiempos del “plan Austral” y el “plan Primavera”, todos fallidos, antesalas de la hiperinflación de 1989. Los argentinos recuerdan años de ajuste, fruto de las condiciones que impuso el Fondo para otorgar cinco líneas de crédito a una economía que no lograba despegar. Todo cambió en los 90, con el Plan Brady, que convirtió deudas externas impagables en títulos públicos con vencimientos a largo plazo. Ese año, Carlos Menem llegó al poder en Argentina.

 

 

 

 

El peronista impuso la convertibilidad, como llamó a la paridad uno a uno del peso con el dólar, y logró reducir a cero la inflación. El FMI se abrazó a la convertibilidad y acompañó el modelo con seis créditos hasta 1998. “No eran importantes en volumen, pero daban un sello de calidad, una legitimidad que te permitía bajar las tasas de interés ante los inversores”, dice Namiña. Las crisis mexicanas, rusas y del sudeste asiático de finales de la década volvieron insostenible el modelo menemista, dependiente del ingreso de dólares del exterior.

 

 

 

 

Argentina entró pronto en recesión, ya en manos del radical Fernando de la Rúa, y el FMI apostó hasta el final por sostener la convertibilidad. Los argentinos recuerdan aún el “blindaje” y el “megacanje”, 48.000 millones dólares que el FMI puso a disposición del país sudamericano. “El Fondo decía que había que atarse más al modelo neoliberal y Argentina fue el último ejemplo de éxito para mostrar al mundo. ‘Ven, el problema es la implementación, acá hay un país que lo hace bien’, decía”. La historia terminó en diciembre de 2001 con el corralito y la cesación de pagos de una deuda de 144.000 millones de dólares, la mayor jamás declarada. El fracaso de su alumno predilecto hundió al FMI en el descrédito, tanto que en 2003 elaboró un documento interno donde intentó explicarse los errores cometidos.

 

 

 

 

A finales de 2000, “la función del FMI [en Argentina] se desplazó hacia el manejo de la crisis”, escribieron los técnicos del Fondo en su informe. “En varias oportunidades durante el año siguiente, el FMI enfrentó un dilema crítico: proporcionar financiamiento, evitando de este modo una crisis, pero también prolongando una situación potencialmente insostenible o bien poner punto final a su respaldo, desatando consecuencias impredecibles”, agregaron. La imagen del Fondo no pudo ser entonces peor. “Sus mayores intervenciones fueron bajo políticas neoliberales, coincidentes con la hiperinflación de finales de los 80 y la deflación de finales de los 90. Lo que el FMI aportó a Argentina fue el control de la economía sobre la base de las políticas del consenso de Washington, con una variante que fue la convertibilidad”, resume Rapaport.

 

 

 

 

En 2001, Argentina devaluó su moneda un 40% y vio cómo su pobreza alcanzaba a 6 de cada 10 argentinos, un récord histórico. Llegaron entonces los años del krichnerismo y el auge de las materias primas. El dinero sobraba, el déficit fue pronto superávit y como un grito de guerra Néstor Kirchner canceló en 2006 la deuda de 9.800 millones que aún unía a Argentina con el Fondo. Fue una ruptura simbólica, pero muy potente. El Fondo cerró su oficina en Buenos Aires y Argentina quedó exenta de las revisiones periódicas de los técnicos del organismo. Hasta que llegó Mauricio Macri y decidió pedir un rescate. Fue una decisión también cargada de simbolismo, como la de Kirchner, pero en sentido contrario. Aún está por verse hasta donde afectará a Macri la pesada la historia del FMI en Argentina, llena de recuerdos ingratos.

 

 

 

 

 

 

El País

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