Diversas interpretaciones han sido ensayadas, con referencia a las protestas que han sacudido varios países de América Latina. Tales análisis tienen un denominador común: el énfasis sobre factores socioeconómicos, y la ausencia de una adecuada consideración de los factores irracionales que intervienen en el curso de la historia, entre los cuales se encuentra la pura, simple y extendida estupidez.
Por estupidez entendemos la reiterada propensión de los seres humanos, comprobada durante siglos, a repetir errores, a hacer caso omiso de la experiencia ajena y aún de la propia, y a conducirnos de modo tal que nuestras acciones nos perjudiquen y produzcan lo contrario de lo que en apariencia deseamos y buscamos.
Dicho lo anterior, aclaramos que el panorama de las protestas es complejo y desigual. De un lado, por ejemplo, tenemos el caso positivo de Bolivia, donde la gente se ha quitado de encima, esperamos que definitivamente, a un dictador y demagogo; y de otro lado el de Chile, una sociedad que ha prosperado de manera sustancial y comprobable por décadas, y que bien podría afrontar sus problemas y corregir sus fallas y dificultades sin el uso de la violencia. Menos aún de una violencia tan feroz, ciega e insensata como la que hemos observado. El punto es que, por suerte, la estupidez no es constante sino variable.
No dudamos que factores externos, sumados a grupos organizados y radicalizados en el plano doméstico, hayan impulsado en alguna medida las protestas chilenas. Pero no debemos exagerar y atribuir fenómenos políticos complejos a causas unilaterales, ni conceder a los gobiernos de Cuba y Venezuela capacidades excesivas y prácticamente invencibles. Debemos igualmente tomar en cuenta, repetimos, factores irracionales, el papel del azar, y la simple pero silvestre estupidez que nos aqueja, y que creemos ha jugado un papel –no exclusivo—en el caso chileno.
Los testimonios que hemos visto y escuchado, en particular de parte numerosos jóvenes participantes en la rebelión en Chile, indican que se trata de una generación cuyos puntos de referencia con relación al pasado son superficiales, débiles y ambiguos. No conocieron los tiempos de Allende, no experimentaron el caos del régimen de la Unidad Popular ni las razones del golpe militar. De la figura de Pinochet, de su gobierno, de su terminación, y de los esfuerzos que luego se hicieron para convertir a Chile en un país democrático y económicamente viable, con índices sociales envidiables en comparación a buena parte de América Latina, los rebeldes parecieran tener un conocimiento superficial o nulo.
Sería necesario profundizar en el estudio del tema, pero no creemos extraviarnos al sostener que, en especial si tomamos en cuenta el trágico espejo venezolano, acerca del que los rebeldes deberían tener noticias, las protestas chilenas se han caracterizado por una intervención notable del factor estupidez en los asuntos humanos. ¿Acaso desean repetir en su país la pesadilla venezolana?
La naturaleza violenta y destructiva de la rebelión chilena, que ocurre en un momento en que la tragedia venezolana expone lo que significa el derrumbe de las prácticas democráticas y del camino reformista frente al revolucionario, ese extremismo y esa violencia –insistimos– ponen de manifiesto una fatal ausencia de racionalidad y ponderación, y una especie de pulsión suicida. Ni siquiera el drama atroz de un país, Venezuela, que tanto hizo en su momento por promover y defender la democracia y por acoger a los refugiados de las dictaduras, ha sido suficiente para contener una oleada de estupidez tan insensata como la que se ha desatado en Chile.
El panorama regional, dentro del cual el cambio en Bolivia se yergue como una maravillosa excepción, indica que por desgracia es cierto aquello de que cada generación tiene derecho a hundirse por sus propios medios, y a sufrir cada vez de nuevo el destino inexorable de los experimentos revolucionarios.
¿Cómo combatir la estupidez? La tarea es complicada, pero una parte fundamental de la misma corresponde al liderazgo, al papel pedagógico que los dirigentes democráticos deben cumplir en sus respectivas sociedades, para garantizar que las nuevas generaciones aprendan de la historia, reciban una versión equilibrada del pasado y su significado, y comprendan los desafíos del presente sin recurrir a fórmulas simplistas, que siempre culminan en atraso y opresión.
Cabe preguntarse si la dirigencia política democrática en Chile ha llevado adelante esa misión pedagógica con la lucidez y tenacidad necesarias. Pero en todo caso, no sería justo singularizar al presidente Piñera. Basta contemplar, del otro lado de la frontera chilena, lo ocurrido en las recientes elecciones argentinas. Resulta difícil hallar una prueba más nítida de reiterada estupidez, en una sociedad evaluada como de las más cultas y avanzadas en la región.
Lamentable, a decir verdad…