Aunque así lo quisiésemos, no podemos inhibirnos de asociar el drama de Otto Pérez Molina con la defenestración de Carlos Andrés Pérez. Hay algunas diferencias, nada sutiles, por cierto. Dicen, sin mostrar pruebas en concreto, que Pérez fue víctima de una conjura de los notables, de las sectarias apetencias de su partido, del anhelo reeleccionista de ciertos líderes y, por supuesto, un palpable deterioro de la ética política y administrativa.
Ese explosivo cóctel aventó del poder al curtido político tachirense. Se sentaba, con ese juicio, un histórico precedente: era la primera vez que un presidente venezolano dejaba su cargo por mandato judicial -y no debería ser la última-, lo cual probaba que, aunque maltrecha, nuestra democracia se asentaba sobre una funcional separación de los poderes públicos.
«Hubiera preferido otra muerte», fueron las palabras con que CAP rubricó su condición de demócrata civil apegado al orden constitucional. No sabemos qué dirá Otto Pérez Molina.
El militar retirado no es el primer mandatario guatemalteco que es llevado ante la justicia (quizá sea el primero en ejercicio), pues hace tan solo un par de años el ex dictador Efraín Ríos Montt fue procesado por delitos de lesa humanidad. Pérez Molina es imputado por transgresiones más ordinarias, que son moneda corriente en la historia de nuestros países y un vicio persistente en las administraciones de la región, desde el Río Grande hasta la Patagonia: la corrupción.
Envuelto en un escandaloso affaire aduanero (conocido como el caso «La Línea»), el general Otto Pérez Molina ha renunciado para enfrentar el juicio que contra él han incoado la Fiscalía y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Ya, hace tres días, el Congreso le había retirado la inmunidad -un privilegio que muchos confunden con impunidad- y autorizado un antejuicio de mérito. Podía decirse que su caída era cuestión de horas.
Al margen de su presunta culpabilidad o su improbable inocencia, nos interesa destacar que, aun con defectos, en las repúblicas democráticas fundamentadas en el respeto a la división y autonomía de los poderes públicos, la justicia, acaso imperfecta, puede que demore, pero al fin se hace presente.
La existencia, en Guatemala, de un organismo como la Cicig -que recuerda aquella Comisión para la Investigación del Enriquecimiento Ilícito que se creó en nuestro país y sustituida luego por los tribunales de Salvaguarda del Patrimonio Público- ya revela una cierta disposición a protegerse contra la corrupción.
Deben mirarse en el espejo centroamericano quienes creen que pueden pasar la página de sus deudas morales y sus asignaturas pendientes. Carlos Andrés Pérez pagó por sus errores con su destitución y prisión domiciliaria; también lo hará Pérez Molina. Y está bien que así sea.
Es necesario adecentar la gestión pública. Pero no basta con encarcelar corruptos, si no se combate el populismo corruptor que llega al poder por Guatemala y lo deja por Guatepeor. Como aquí.
Editorial de El Nacional