Al menos 28 personas, incluidos numerosos niños, murieron cuando unos hombres armados atacaron el autobús que los llevaba a un monasterio a más de 200 km al sur de El Cairo. En los últimos seis meses varios ataques contra iglesias dejaron decenas de muertos.
En la iglesia Deir El Jernous en un pequeño pueblo del centro de Egipto, la liturgia en lengua copta se entremezcla con los llantos y los gritos de ira, mientras multitud de cristianos asisten al funeral de las víctimas de un nuevo ataque contra su comunidad.
Ante el altar se han dispuesto ocho ataúdes de madera, sobriamente decorados con una cruz dorada.
Los familiares de las víctimas, hombres en chilaba y mujeres vestidas con el vestido tradicional del duelo de las campesinas egipcias, siguen inclinados sobre el ataúd, con la cara pegada a la madera, retrasando el momento de decir adiós.
Los nombres están impresos en una hoja blanca y pegada con cinta adhesiva a cada féretro. Las liturgias en lenguas coptas se suceden. Recitan el Padrenuestro en árabe y luego, las mujeres, con el pelo cubierto con una pañoleta negra, rompen en gritos de dolor.
En el patio de la iglesia, la ira se hace patente. Apoyado en los hombres de sus amigos, un hombre sostiene una gran cruz de madera.
«Con nuestra alma, con nuestra sangre, nos sacrificamos por la cruz», grita la multitud, en el estrecho y pequeño patio de la iglesia, decorado con un mosaico del viaje de la santa familia por Egipto.
Aquí, la gente opina igual. A pesar de los atentados que han golpeado a los coptos en los últimos meses, las autoridades del presidente Abdel Fatah Al Sisi no hacen nada para proteger a esta comunidad cristiana, que representa casi el 10% de los 90 millones de egipcios.
A principios de abril, los atentados suicidas contra dos iglesias coptas en Tanta y Alejandría, reivindicados por el grupo yihadista Estado Islámico, dejaron 45 muertos al norte de El Cairo.
«Le digo al presidente Sisi, tendrás que rendir cuentas en el cielo», lanzó Reda Makari, un sexagenario que perdió a su sobrino Nasef, un obrero de 28 años que se dirigía al monasterio.
«Evidentemente, no hay seguridad. Si la hubiera, no habrían sido asesinados», agrega. Hace solo dos meses, la esposa de su sobrino dio a luz a su tercer hijo.
«Mientras que las fuerzas de seguridad no hagan su trabajo, esto seguirá así, hasta que seamos todos eliminados», sostuvo Samuel Shalabi, de 49 años, cuyo hermano mayor, Ishak, murió.
«Esto es lo de siempre. Estaremos tristes un tiempo, se apiadarán de nosotros, y eso volverá a empezar», lanza.
En torno a él, la gente muestra en los celulares unos videos grabados en el lugar del ataque: hombres yaciendo en el suelo, algunos con la cabeza destrozada.
«Hay un punto de control de la policía justo antes del monasterio, ¿cómo pueden circular así hombres armados?», denuncia Hakim Hana, ebanista de 25 años que ha perdido a su primo. «Es la mayor prueba de que hay fallas en la seguridad, no hay seguridad para los cristianos».
Cuando los ataúdes salen uno a uno de la pequeña iglesia de paredes ocres, la histeria estalla. Los gritos de las mujeres son ensordecedores, la multitud trata de acercarse para tocar por última vez a los «mártires», transportados en procesión entre los edificios que bordean las calles, sucias y llenas de polvo.
«Ahora, compartimos verdaderamente el dolor de nuestros hermanos de Tanta y Alejandría», suspira Romany, un carpintero de 26 años. Las campanas de la iglesia tocan hasta bien entrada la noche.
rfi
Por Confirmado: MariGonz