El 8 de diciembre de 2012, el comandante-presidente (o viceversa) Hugo Rafael Chávez Frías, presintiendo un fatal desenlace a consecuencia del mal que le aquejaba, y le alejaba del país para ser tratado por médicos cubanos, compareció ante las cámaras de VTV y, en cadena nacional, anunció al país la designación de Nicolás Maduro como su sucesor, en caso de concretarse el peor de los escenarios.
«Decidimos con el equipo médico adelantar exámenes, adelantar una nueva revisión exhaustiva. Lamentablemente, en esa revisión exhaustiva surge la presencia en la misma área afectada de algunas células malignas nuevamente», fueron las palabras mediante las cuales el mandatario confirmaba lo que la rumorología propagaba insistentemente desde hacía tiempo.
La fecha, convertida en efeméride principalísima del culto profesado a su personalidad con el nombre de Día de la Lealtad y el Amor al Comandante Chávez y a la Patria,y oficializada en el decreto 541 del Sr. Maduro, sostiene en uno de sus considerandos: «Hugo Chávez logró transformar la Venezuela humillada del siglo pasado, cuando estuvo sumida en las tinieblas del capitalismo y cuya peor expresión se registró en el llamado Caracazo de 1989»; en sintonía con tal ucase, fue conmemorada por el legatario del poder bolivariano en ritual cuasi religioso, pues se ha cumplido una década de aquel adiós plañido tanto por él, cuanto por su círculo íntimo.
La patética celebración fue aderezada con las pompas y circunstancias necesarias para vincularla al modo de gobernar del hombre que yace en el cuartel de la montaña, lugar al que suele acudir el jefe civil del régimen militar a objeto de comunicarse con las manifestaciones ornitológicas del «corazón de la patria», cuya panóptica mirada, para bien del paisaje urbano, ha comenzado a desvanecerse de los edificios públicos, a pesar del ¡Chávez vive, viva Chávez! Hoy por hoy, la ceremonia del día del adiós no pasa de ser un rutinario saludo a la bandera.
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Editorial de El Nacional