En la centralita de su galería parisina, las esperas telefónicas van acompañadas de una canción que se repite en bucle. “Haz palmas si te sientes feliz como una habitación sin tejado”, canta Pharrell Williams en Happy, canción convertida en fenómeno sociológico y hasta en germen de disidencia (seis iraníes fueron detenidos por imitar su video y atentar así “contra la castidad pública”). Desde este mes, Williams no será solo conocido como cantante, productor y autor de canciones incorregiblemente optimistas. Su última metamorfosis le ha llevado a convertirse en comisario de exposiciones. ¿Qué tienen en común una instalación de Marina Abramovic, una espalda pintada por Alex Katz, un corazón de neón trazado por Tracey Emin y los pechos descubiertos de Sophie Calle? Probablemente nada, salvo formar parte de las 48 obras que Williams ha escogido para la exposición G I R L, inaugurada en el nuevo espacio abierto por el galerista Emmanuel Perrotin en una antigua sala de baile del cotizado barrio del Marais.
Pese a la calidad de las obras y el destello de los nombres que ha conseguido alinear, la muestra ha despertado reticencias. De entrada, por el oportunismo mercantil que parece encerrar la operación, ejemplo digno de estudio de la llamada cross-promotion, práctica de marketing que beneficia a todas las partes implicadas. En este caso, una galería deseosa de reafirmar su nombre más allá del pequeño círculo del arte contemporáneo y una estrella mundial que aspira a demostrar que sabe hacer algo más que estribillos pegadizos. No por casualidad, la muestra se titula igual que su nuevo disco. En ella, Williams se ha limitado a reunir obras unidas por un vínculo algo escuálido: todas hablan de la mujer y su anatomía. “Igual que mi álbum, quise que la exposición fuera un reflejo de mi estima por las mujeres”, señaló Williams durante la inauguración, a la que se desplazó en persona para actuar en un concurrido concierto sorpresa.
Además, una quincena de obras han sido encargadas para la ocasión, ocho de las cuales ponen en escena la figura de Williams, en un desacomplejado culto a la personalidad del comisario, digno del que en otras épocas se rendía a monarcas y emperadores. Por ejemplo, el estadounidense Daniel Arsham ha erigido una estatua a tamaño natural a base de cristal y resina, mientras que el francés Laurent Grasso inmortalizó a un Pharrell de rasgos napoleónicos en un retrato que el cantante terminó escogiendo como portada de su último sencillo.
Su legitimidad para capitanear exposiciones ha sido puesta en duda. El propio Williams ha dicho sentirse como un alumno ante una materia que conoce solo a medias. “Quiero aprender y esto es mucho mejor que cualquier universidad”, ha dicho. “De acuerdo, no ha estudiado historia del arte. Pero hace diez años que Pharrell se mueve en círculos artísticos, manteniendo relaciones con creadores a los que ahora ha querido rendir homenaje”, rebate el coordinador de la muestra, Ashok Adicéam, procedente de la Fundación Pinault y antiguo director del Instituto Magrez. Es cierto que el cantante no es un puro neófito en esta escena. Hace años que colecciona a nombres como Keith Haring, frecuenta a superestrellas como Jeff Koons y colabora con artistas como Takashi Murakami, uno de los grandes fichajes de Perrotin, que en la muestra le dedica dos elogiosos retratos. Además, Williams ya fue comisario hace unos meses de una muestra en el Design Exchange, museo centrado en el diseño en Toronto, donde expuso su colección privada de 700 juguetes diseñados por artistas.
Mientras Williams crece en prestigio y pierde en frivolidad, el galerista también tiene algo que ganar en esta empresa. Perrotin, que tiene a nombres como Maurizio Cattelan, Xavier Veilhan y Pierre Soulages en su cartera, aspira a seducir a una audiencia joven que no suele visitar galerías de arte. “Queremos que ese público impropio venza su timidez natural”, ha dicho el galerista. De esta expansión más allá de los confines del arte contemporáneo –lo que los estadounidenses denominan outreach– depende la supervivencia del prestigio de la marca Perrotin, en un sector en el que abundan los codazos rivales. “No se trata de una operación únicamente comercial. Si quisiéramos sacar dinero, lo habríamos hecho de una forma mucho menos cara”, ironiza Adicéam. “No queremos que el arte siga funcionando como un circuito cerrado entre galeristas y compradores. Deseamos salir en busca de ese público, como en una misión de evangelización”.
El País