La celebración en el país es solo una fecha más, una de la que ni siquiera se enterarán en San Vicente de Mapuey, donde no hay televisores y los habitantes están la mayor parte del tiempo caminando bajo un sol de justicia en búsqueda de agua y alimentos.
En la comunidad de San Vicente de Mapuey no hay «nada», o eso insisten en asegurar sus habitantes, de la etnia Wayú, para denunciar el «olvido» en que se encuentran. En este desértico lugar, lo que abundan son los reclamos de los indígenas, algunos de los cuales parecen desoídos durante generaciones en Venezuela.
Mientras unos viven de la sal, otros de la yuca y algunos de la artesanía, todos se sienten «olvidados» por las políticas públicas que, ni en este asentamiento ni en otros del oeste de la ciudad petrolera de Maracaibo, han logrado resolver asuntos como el acceso a agua potable, servicios de salud, electricidad, transporte o gas doméstico.
Como más de 400.000 wayús, la etnia predominante en Venezuela, esta comunidad recrimina al Estado que sus necesidades sean desatendidas, especialmente dentro de un marco legal que les ofrece garantías especiales desde la Constitución hasta en las múltiples formas de representación en el poder político.
Hoy, en el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, la celebración en el país es solo una fecha más, una de la que ni siquiera se enterarán en San Vicente de Mapuey, donde no hay televisores y los habitantes están la mayor parte del tiempo caminando bajo un sol de justicia en búsqueda de agua y alimentos.
LA VIDA SIN «NADA»
«Aquí no conocemos los servicios públicos, no hay electricidad, no hay agua, no hay nada, las carreteras no están asfaltadas», dice a Efe Erasmo González, un residente de este poblado de Maracaibo, capital del estado Zulia (fronterizo con Colombia), la región más afectada por apagones y escasez de combustible en la última década.
El joven de 26 años, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos en la comunidad que se dedicaron a tener familias numerosas, está soltero, no tiene hijos y culminó el bachillerato.
«Esta es una comunidad que está en el olvido. Muchos partidos políticos llegan, prometen y no cumplen», insiste González que no tiene trabajo y asegura que no pudo cursar la universidad por «falta de apoyo».
Como él, Marinés Baptista no trabaja en «nada» y está soltera, solo que tiene cinco hijos que atender, mientras teje hamacas, quema la basura que genera porque no hay recolectores municipales o carretea agua desde su casa hasta la toma más cercana, una granja ubicada a dos kilómetros de distancia.
Y, para colmo, «el camino está muy feo», o así lo cree esta mujer de 29 años que no sabe el nombre de la parroquia en la que habita pero está segura de vivir en Maracaibo, la segunda ciudad más importante del país.
EL ARTE Y LA SAL
En San Vicente de Mapuey la mayoría vive de extraer sal, como Carlos Montiel, que dice sacar hasta 200 sacos de una mina cercana y resguardarla para venderla, conforme surjan pedidos, y así mantener a su familia, en la que hay «como cinco hijos», o eso cree tras una cuenta rápida.
Cada vez que sale de la salina, este hombre de 42 años camina «como un robot» para mitigar el daño que le causa la fricción al andar. Así, cuando es día de faena no hay planes de salida de la comunidad, pues toca caminar unos tres kilómetros hasta el punto más cercano por donde pasa algún tipo de transporte.
En otra comunidad mayoritariamente guajira de Maracaibo, el barrio Ziruma, la artesana Omaira Hernández recibe agua por tubería una vez cada «dos o tres semanas», lo que la obliga a comprar el servicio cuando se ve «ahogada», una expresión rara en el discurso alegre de esta sexagenaria que habla orgullosa de su trabajo, el mismo desde hace 56 años.
«Esta es mi única fuente (de ingresos), esta es la que tuve, la que tengo y la que voy a tener (…) yo me muero haciendo artesanía», dice la mujer desde su puesto en un mercado étnico en el que brota la cultura Wayú, esa que ella misma siente debilitada en su barriada, donde antaño existió una casa cultural que espera sea reactivada en algún momento.