Editorial El Tiempo: Sembrador de esperanza

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La muerte del papa Francisco, uno de los más trascendentales del catolicismo, conmueve al mundo.

San Ignacio de Loyola insistía en que el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esto caracterizó el pontificado de Francisco, primer Papa de la Compañía de Jesús, fundada por este mismo santo, y el primer latinoamericano en sentarse en la silla de Pedro, quien falleció ayer a los 88 años, un día después de la celebración de la resurrección de Jesús y luego de soportar serias dolencias respiratorias en las últimas semanas.

Ha muerto uno de los pontífices más emblemáticos y trascendentales del catolicismo en los últimos tiempos. El suyo será recordado como un papado con signos poderosos, desde los mensajes de austeridad, con su preferencia por los vehículos modestos, hasta la imagen de la reciente reunión del Sínodo de la Sinodalidad en la que Bergoglio apareció sentado como uno más en una de las mesas de trabajo, pasando por su decisión de establecerse en la residencia de Santa Marta. Pero sobre todo por su propósito firme desde el primer día de que la labor de la Iglesia fuera un recordatorio del paso de Jesús por el mundo.

Esto implicó un remezón fuerte cuyo alcance en términos del grado de afectación estructural está aún por determinarse. Pero Francisco deja semillas. Aunque no faltan sectores progresistas en la Iglesia que creen que sus reformas apenas fueron cosméticas. También hay voces en una orilla opuesta, cardenales incluidos, que han ejercido abierta oposición, un hecho inédito en los tiempos recientes.

Pero más allá de este debate, que le corresponderá a la historia dilucidar, no hay duda de que Francisco fue un líder contracultural y ecuménico. Su sonrisa y actitud afable, sumadas a un fino sentido del humor que siempre lo acompañó, fueron parte esencial de su apostolado. Prefirió que la Iglesia bajo su liderazgo fuera hospital de campaña y la eucaristía pan para los necesitados, en lugar de premio para los virtuosos morales. Sus pronunciamientos a favor del cuidado del planeta como parte de una ecología integral, y buscando rescatar lo colectivo y comunitario como clave para sobrepasar el duro momento que vive la humanidad –lo primero en Laudato si’, lo segundo en Fratelli tutti, dos de sus encíclicas con mayor resonancia– levantaron ampolla.
También se vieron ceños fruncidos con su propósito de poner a la Iglesia en un camino sinodal –donde, de nuevo, lo colectivo es clave– y de abrirles las puertas, como lo piden los evangelios, a los excluidos, desde los migrantes hasta las personas LGBTIQ+. Todo hay que decirlo, el empeño que mostró en estos frentes lo esperaron también los católicos de países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, frente a cuyas dictaduras la postura del Vaticano durante Francisco estuvo marcada por una prudencia no exenta, con razón, de controversia.

El pontífice prefirió que la Iglesia bajo su liderazgo fuera hospital de campaña y la eucaristía pan para los necesitados, en lugar de premio para los virtuosos morales.

También mostró siempre su voluntad de ponerle tatequieto a la corrupción que por décadas ha carcomido la curia vaticana, con capítulos escabrosos. Misma actitud que observó frente a los incontables casos de pederastia, que tanto dolor han dejado en las víctimas. Su efectividad, por desgracia para quienes anhelan una Iglesia en las antípodas de las sombras de delitos como el lavado y la malversación de fondos, todavía no cristalizan del todo. Pero Francisco dio el primer paso. De eso no hay duda.
Y fue este último, justamente, el lema de su visita a Colombia, un año después de la firma del proceso de paz con las Farc. Su presencia en nuestro suelo fue un bálsamo para las víctimas. Puede decirse que a eso vino, se sentía consternado por el hecho de que nuestro conflicto hubiese tenido lugar en una nación de mayoría católica. «Si ustedes quieren conseguir la paz, déjense de cartas y conferencias y vayan y pongan sus manos sobre el cuerpo ensangrentado de su pueblo», instó en Medellín a los obispos.
Y así como se empeñó en darles mayor espacio a las mujeres dentro de la cerrada curia romana, mantuvo la línea de sus antecesores de oposición sin matices al aborto, lo que no excluye la misericordia hacia las mujeres que han abortado. Quienes esperaban pasos más sólidos en campos como la ordenación de sacerdotes casados o de mujeres, se dividen entre quienes le reconocen los caminos que abrió y los que le exigieron más audacia.

Dejará también huella su rechazo inequívoco a la guerra. Fue enfático en que no hay guerra justa, contrariando cierta doctrina católica, y no vaciló en advertir que quien «mata a un ser humano es como si hubiera matado a toda la humanidad».
Centró, asimismo, su apostolado en la juventud, a la que le pidió llevar la bandera de la esperanza, de la alegría y que sea expresión del amor de Dios. En momentos en los que en el planeta escasean los líderes capaces de convocar y, sobre todo, escuchar, el vacío de Francisco será particularmente difícil de llenar. El que hoy sean tantas las personas, católicas o no, cristianas o no, que lamentan su muerte y reconocen su legado es quizás la mejor constancia de que durante 12 años fue sal de la tierra y luz para el mundo.

 

Editorial de El Tiempo.com

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