Donald Trump regresó a la Casa Blanca con un discurso cargado de promesas ambiciosas, medidas radicales y la visión de restaurar la grandeza de Estados Unidos. Sus primeras palabras, en un país de 236 años de historia democrática, es que se inició la Edad Dorada. Todo a lo grande en una nación ciertamente muy grande.
En opinión del 47º presidente de Estados Unidos el liderazgo político, es decir, la administración Biden y otras de tono similar le han fallado a los ciudadanos. Han favorecido los intereses globalistas, pero han descuidado la frontera sur y permitido la entrada de millones de delincuentes, no han hecho nada contra los desastres naturales, ni tampoco contra una inflación excesiva.
Anunció, por tanto, la firma inmediata de un conjunto de decisiones, como:
Emergencia en la frontera sur, con deportaciones masivas y la designación de carteles como organizaciones terroristas.
Emergencia energética, eliminando regulaciones ambientales y reactivando la producción de petróleo y gas. “Vamos a perforar”, insistió.
Reformas en seguridad y justicia, incluyendo la reinstauración de militares expulsados por negarse a la vacuna COVID y el fin de lo que él llama “radicalismo ideológico” en las fuerzas armadas.
Trump presentó su victoria electoral como un mandato irrefutable. Aseguró haber obtenido el apoyo mayoritario de afroamericanos, hispanos y trabajadores, sectores que, históricamente, han sido más afines al Partido Demócrata. Su retorno a la Casa Blanca, según él, es prueba de que el pueblo ha rechazado la agenda progresista y ha optado su visión nacionalista.
Más allá del entusiasmo de sus seguidores, la realidad política es más compleja. Estados Unidos sigue profundamente polarizado, y su liderazgo enfrentará obstáculos y debates significativos, como es usual en la democracia más longeva del mundo, tanto en el Congreso como en la opinión pública.
En un discurso orientado al consumo de sus electores, Trump abordó, sin embargo, aspectos de política exterior bastante controvertidos, como la recuperación del Canal de Panamá, cuyo control por parte del país centroamericano no le parece adecuado; y el cambio del nombre del Golfo de México por Golfo de América. Todo muy aplaudido por una audiencia ansiosa de escuchar al nuevo líder americano, que alimenta el sentimiento patriótico y refuerza la idea de nación poderosa, ahora aún más, y, a la vez, desafía a la comunidad internacional.
Prometió que Estados Unidos liderará la exploración espacial y enviará astronautas a Marte, evocando la época de la conquista del espacio. También habló de una “nueva frontera” para el país, donde la ambición y la innovación impulsarán su desarrollo. Si bien puede ser inspiradora, las prioridades inmediatas de su administración —desde la crisis migratoria hasta la inflación— parecen chocar con estos sueños de grandeza interplanetaria.
La pregunta clave es si el segundo mandato de Donald Trump traerá el renacimiento que promete para Estados Unidos, o será un regreso a la confrontación política a la que tanta gasolina echó en su primer mandato. Ya adelantó un puñado de temas espinosos en los que sobrepasa su poder presidencial. Su determinación parece inquebrantable; sin embargo, la realidad es que su administración enfrentará desafíos internos y externos que pondrán a prueba su capacidad y la de un gabinete de competencia desigual para cumplir las promesas.
A unos pasos a las espaldas de Trump se hallaban los expresidentes George W. Bush, Bill Clinton, Barack Obama y Joe Biden. Que lo oyeron con compostura y talante democrático. Rara vez lo aplaudieron, incluso el republicano Bush, salvo cuando mencionó la liberación de los rehenes israelíes, acordada, dijo, un día antes de la toma presidencial. Omitió decir que fue el resultado de una cooperación entre el gobierno saliente y el entrante. Cosas de Trump I.
Editorial de El Nacional