Desde el 8 de marzo de 1975, la OEA –para algo tiene que servir– decidió celebrar las luchas que habían emprendido las mujeres para alcanzar sus reivindicaciones sociales y laborales. No había necesidad de marcar un día en especial porque cada día es un reto, un paso adelante, un escalón que debe y tiene que escalarse porque las situaciones de injusticia no pueden esperar.
A menudo se tropieza con la tontería de pensar que la lucha de las mujeres corresponde a un mundo aparte, en el cual la igualdad es un objetivo que debe ser alcanzado para que la sociedad tranquilice su percepción de las injusticias. Se olvida que lo que está planteado va más allá de la condición de la mujer y de sus plenas y justas reivindicaciones en los planos laborales, políticos y sexuales.
Se trata de una revolución profunda en nuestra percepción de los papeles que juegan en nuestra sociedad “los hombre y las mujeres”. En la misma medida en que le demos continuidad a esta división que se ha prolongado a lo largo de los siglos, seguiremos sembrando diferencias que deberían estar ya enterradas.
La diversidad es un monstruo de mil cabezas que nos recuerda nuestra imposibilidad de darle libertad a la propia capacidad de pensar y de disponer de nuestras inclinaciones y de los retos que nuestra sexualidad coloca ante nosotros como un amplio espectro. No para obedecerlos o inclinarnos ante ellos, sino para explicarnos que la vida de cada ser humano está centrada en su propia valentía de aceptarse a sí mismo y de ser aceptado.
En Venezuela paralelamente han sido las corrientes y los retos políticos y sociales los que han potenciado la participación de la mujer en la urgencia de los cambios que la modernización de un país tan atrasado ha convertido en objetivos primordiales. Pero esa meta ya está agotada como discusión teórica y hasta en la práctica, cuando los partidos socarronamente han decidido repartir los puestos en las alcaldías, en las gobernaciones y en la apestosa Asamblea Nacional, donde oficialismo y oposición piensan que la paridad entre hombres y mujeres basta para elevar la calidad de las leyes.
¡Por el amor de dios! No basta con, burocráticamente, concederles 50% de las curules a unas “compañeritas”, sino apreciar su verdadera formación, su compromiso con objetivos fundamentales de la sociedad, su trayectoria y su indoblegable honestidad. ¿Cuesta tanto la escogencia en la cual participemos hombres (no trogloditas) y mujeres abiertas al mundo y al sacrificio para obtener por sí mismas sus derechos conculcados por años por machistas necios y militares como los de ahora, incapaces de darle honor a su uniforme?
Es un honor distinguir a Ligia Bolívar Osuna que fundó Provea, fue directora de Amnistía Internacional y dirige el Centro de Derechos Humanos de la UCAB; a Liliana Ortega, de Cofavic, que ha luchado contra la impunidad en el “Caracazo”; a Rocío San Miguel, luchadora a la que no le han temblado las manos para denunciar a los militares corruptos.