De país de emigrados a país de inmigrantes. La salida comenzó el día uno de la llegada al poder de los que se llaman “revolucionarios”. Hasta 2015, 120.000 venezolanos al año dejaban el país. En los siguientes tres años, la cifra se multiplicó por 10. Bajó con la pandemia y luego retomó su ritmo. Lo dice el Observatorio de la Diáspora Venezolana, que contabiliza la cifra total de los que se han ido de Venezuela en 9,1 millones de personas: dos veces la población de la capital venezolana, para establecer una comparación.
En Venezuela hay “observatorios” para todo, porque el gobierno no observa nada, dedicado a su labor represiva y al saqueo de los bienes nacionales. El régimen al mando vino a descubrir la inmigración venezolana cuando Donald Trump empezó a montar a nacionales en vuelos con destino a El Salvador y a Caracas. Fingidamente, a Maduro se le arrugó el corazón y el bigote.
Un artículo del diario TalCual sorprende con un titular: los migrantes venezolanos en Brasil son más numerosos que los migrantes portugueses. En la más inmensa nación suramericana, nuestro vecino amazónico, había 2.900 venezolanos en 2010. En apenas 12 años, hasta 2022, esa cifra casi que se multiplicó por 100: ahora hay 271.000 venezolanos, la mayor parte en el norte, en los estados de Roraima y Amazonas. Los venezolanos constituyen 27% de la inmigración total en Brasil.
El estudio que realiza y actualiza de manera sistemática el Observatorio de la Diáspora Venezolana, cuyo coordinador es el sociólogo Tomás Páez, revela que 69% de los venezolanos en el exterior tiene al menos un familiar que desea salir del país. Un simple cálculo permite suponer que cerca de 6 millones de compatriotas alistan sus maletas para partir en un tiempo aún impreciso, impulsados por la certeza de que la situación económica seguirá palo abajo y que, en lo político, nunca se reconocerá el fraude cometido el 28J del año pasado.
Lo más seguro, dentro de toda la incertidumbre de la vida venezolana, es que la gente seguirá migrando, más hacia el sur que al norte, por razones que no hace falta explicar, desandando los pasos que antes llevaban al cruce del Darién y ahora apuntan hacia el Amazonas y más abajo, donde la receptividad ha sido mejor y el venezolano joven, aunque no tanto como las primeras oleadas, puede echar raíces y ver crecer a su familia, agregando, incluso, otras nacionalidades a la bitácora familiar.
Migrar no significa olvidar. Por el contrario, se extrañará lo que se vivió, aún con este período amargo incrustado en el lomo.
Editorial de El Nacional









