El atentado en Colombia contra el precandidato presidencial Miguel Uribe; el asesinato en Estados Unidos de la representante demócrata Melissa Hortman, expresidenta de la Cámara de Representantes de Minnesota, y de su esposo; el atentado también en ese país contra el senador estatal demócrata John Hoffman y su esposa, y la salvaje represión que lleva a cabo el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela contra muchos dirigentes políticos (ya van más de 60 encarcelados, algunos de ellos secuestrados y en condición de desaparición forzada, sin que sus familias siquiera puedan tener información sobre ellos y sus estados de salud) son algunas de las más recientes expresiones de una de las perversiones más crueles y peligrosas de estos tiempos: el uso de la mal llamada violencia política.
Una de las trampas más frecuentes en nuestros días es tratar de normalizar o justificar la agresión y la violencia como una forma de lucha política. Por eso es tan necesario como urgente desenmascarar ese fraude conceptual. La violencia política no es política: por el contrario, ella es la antítesis de la política. Confundir ambos términos no solo es un error semántico: es una rendición sumisa ante la barbarie que amenaza los cimientos de la propia existencia de cualquier sociedad.
La política nace de la palabra y del diálogo, no de la fuerza bruta. Su esencia es el debate de ideas, la negociación, el pacto y el respeto a las reglas compartidas.
Cuando un grupo cualquiera, no importa sus creencias o cualquier falsa justificación ideológica, sustituye los argumentos por balas, las urnas electorales por amenazas, o las diferencias de opinión por represión, abandona el terreno de lo político. Lo que practica es una vulgar coacción disfrazada de causa, un acto de fuerza bruta que niega la posibilidad misma del disenso propio de la civilización.
Los apóstoles de la violencia suelen disfrazarla, en un intento patético de justificación, con léxico político: “resistencia”, “justicia popular”, “defensa del pueblo”, #siembra de la paz”. Este ropaje retórico no es más que un engaño que busca legitimar lo ilegítimo. La historia demuestra que quienes imponen su agenda mediante el miedo no construyen proyectos colectivos; instauran tiranías. Ya lo decía con mucha propiedad Hannah Arendt: “La violencia puede destruir el poder, pero nunca crearlo.”
La violencia no es ni puede ser nunca un método político. La violencia es un ataque al contrato social que permite que la política exista. Por eso, hay que denunciar, condenar y combatir siempre a quienes incurran en esta perversión, sin importar la ideología que profesen, ni las supuestas y siempre falsas justificaciones con las que quieran disfrazar sus crímenes.
Atentado contra el senador colombiano Miguel Uribe