Vidas y principios, por igual, han sido abatidos nuevamente por el terrorismo que, con creciente virulencia, viene ensombreciendo con sus horrores el tránsito de la humanidad sobre el siglo XXI.
Es dolorosa e indignante la pérdida de vidas en matanzas como las de París, decapitaciones y otras barbaries en nombre del Estado Islámico o atentados de mayor escala como lo que fueron perpetrados en las capitales de Estados Unidos, Reino Unido y España, para solo citar algunos hitos de la espantosa secuencia. Es, además, tan o más abominable la arremetida contra principios esenciales para la vida en sociedad, la verdadera, la que se sustenta en libertad, respeto a la diversidad y manejo civilizado de los desacuerdos y conflictos.
La siembra de terror del yihadismo ha estado abonando una gran trampa. La primera y más grande es la que se activa contra la vida de los musulmanes y los principios del islam.
No debe olvidarse que los avances territoriales del movimiento Estado Islámico, con sus referencias anacrónicas a los viejos califatos y su torcida interpretación de la letra del Corán, han ocurrido a expensas de la vida, integridad y dignidad de los propios musulmanes de Irak y el Levante.
Es el caso que, aunque el nombre mismo de ese movimiento y la designación de sus partidarios como guerreros santos (yihadistas) son ajenos y contrarios a los principios y prácticas de la vasta mayoría de los islamitas, eso no ha impedido que el radicalismo violento de una minoría sembradora de muerte y miedo aliente intolerancia y fobias hacia todos ellos. Es esa otra trampa ante la que musulmanes y no musulmanes hemos de actuar con gran inteligencia.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 revelaron la capacidad de destrucción y siembra de miedo sin precedentes del terrorismo ligado, de modo expreso aunque torcido, al islam. A casi tres lustros de guerra contra el terrorismo, los avances del Estado Islámico y su demostrado tejido de redes internacionales presentan al mundo un reto más grande y complicado, una guerra muy desigual que se vale del manejo de creencias, de control sobre recursos económicos importantes, de movimiento en las brechas de la geopolítica mundial, del aprovechamiento de la tecnología de las comunicaciones y del terror con el que alienta sumisiones, omisiones e intolerancias.
El reto es enorme, y en lo de atenderlo con inteligencia hay al menos dos vías: la de los gobiernos, a los que hay que exigir en el mundo entero una sincera voluntad y compromiso de cooperación ante una amenaza tan letal como difícil de desarmar; la otra vía es la de cada persona, organización social y medio de comunicación, que comienza por rechazar la barbarie, sin cortapisas, sentados junto a los musulmanes ajenos y víctimas del radicalismo yihadista.
Editorial de El Nacional