Comienza ser una rutina: cada vez que las investigaciones por corrupción cercan al presidente Sánchez, un grupo de personalidades del mundo de la cultura y figuras retiradas de la política asume el relato oficial, que alerta de una supuesta conspiración reaccionaria encabezada por jueces y medios para derribar al Gobierno. Por supuesto, a todas ellas las ampara la libertad de expresión, su derecho inquebrantable a manifestarse y a participar en el debate público. Pero del mismo modo, cuando una red de nombres con tal ascendencia en la ciudadanía se comporta como un lobby, como un movimiento de poder al servicio de intereses partidistas, también ha de estar sujeta a la crítica.
Como ya ocurrió con los cinco días en los que Sánchez amagó con dimitir, este nuevo manifiesto reproduce una confusión deliberada: presentar cualquier cuestionamiento al Gobierno o su fiscalización como un ataque antidemocrático. Los firmantes del documento Por los avances en derechos sociales y políticos y contra los intentos de involución -entre los que se encuentran Pedro Almodóvar, Joan Manuel Serrat, Manuel Chaves o Magdalena Álvarez- claman por la democracia, pero consideran que quienes piden elecciones buscan un «golpe institucional». Esta vez, no solo erosionan la confianza en el Estado de derecho y el respeto al pluralismo, sino que, pese a la corrupción destapada por la UCO en el seno del PSOE y del Ejecutivo, llegan a insinuar que la Guardia Civil formaría parte del complot.
En estas circunstancias, es legítimo que la ciudadanía se pregunte qué clase de democracia pretende defender quien utiliza su influencia social únicamente para cerrar filas en torno al presidente y a su permanencia en el poder. Esto no parece «progreso», como repiten, sino adhesión sentimental y ciega a una religión.
Editorial de El Mundo
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.RODRIGO ARANGUAAFP