En 1985, un despacioso, frágil, Jorge Luis Borges firmaba en la Feria del Libro de Madrid. Había venido a España a presentar «Los conjurados», y en una de las casetas, debido a su acusada ceguera, se le veía deslizar apenas el bolígrafo por los libros que un asistente le tendía y en los que estampaba con infantil lentitud un garabato tembloroso, sutil, casi fantasma.
La fila de lectores que esperaban fue creciendo, hasta que alguien contó algo más de trescientos -los diarios publicaron al día siguiente que fueron exactamente 333- y dijo que ya no firmaría más. Se trataba deun número al parecer cabalístico, una cifra que Borges consideró propicia; al llegar a ella, se guardó el bolígrafo en el bolsillo y, auxiliado por quienes le ayudaban, se marchó.
Allí, junto a la caseta, viéndole dedicar, estuvo unos minutos, hasta que decidió alejarse sin la firma, el bibliófilo y escritor zaragozano José Luis Melero, que acaba de publicar en Xordica «Vivir para contarlo». «Recuerdo a Borges, a lo lejos, pequeño y elegante, parsimonioso, y cómo me llamó la atención que no parecía escribir ni firmar sino que, prácticamente, se limitaba a hacer un signo: un punto y una raya, arriba a la derecha, como tuve ocasión de comprobar en uno o dos ejemplares que después me mostraron algunos de los afortunados».
Certificado de pureza
Ese día, Melero tuvo que irse sin su signo de Borges y sólo hace unos meses, cuarenta años más tarde, ha conseguido un ejemplar firmado por el autor de «Inquisiciones». Lo tiene en su biblioteca, junto a otros dedicados por un buen número de escritores a quienes ha ido visitando a lo largo de los años, entre ellos, Vicente Aleixandre, Luis Rosales, Juan Gil Albert o Dámaso Alonso, quien, en su ejemplar de «Hijos de la ira», le firmó, llevado por un malentendido, «Al poeta José Luis Melero, con el afecto de su amigo Dámaso», y que Melero esgrime como un certificado de pureza cada vez que en su casa, o entre amigos, se suscita algún debate de idoneidad poética. No se sabe cuándo surgió la tradición de dedicar libros, aunque parece probable que todo comenzara como un detalle de cortesía, o de agradecimiento, con familiares, colaboradores o amigos, antes de que los lectores se sumaran también a la moda. Lo cierto, en todo caso, es que las dedicatorias dicen mucho de quienes las firman. La letra minúscula dePío Baroja, pulcra, escueta y exenta de adjetivos, contrasta con las dedicatorias siempre grandilocuentes, excesivas, con tinta roja -como la sangre de los plebeyos, decía-, letra enorme e inmoderadas alabanzas, de Ramón Gómez de la Serna.
Llegaba, cuentan, a su tertulia en el Café de Pombo, con su cara de mazapán, cargado con un cajón de libros que iba regalando, generoso y locuaz, vocinglero, a quienes acudían, tras estampar en ellos su recurrente «afecto pombiano» y el enorme RAMÓN con que firmaba. Dedicaba, con tinta verde y palabras deslumbrantes, Pablo Neruda; dedicaba también, en verde, Lezama Lima, letra inglesa, renglones ordenados, y Juan Ramón Jiménez, el raro, cuidadoso Juan Ramón, con su caligrafía de armoniosos arabescos.
Vínculo indisoluble
«Es diferente la dedicatoria que escribes a un amigo, a alguien a quien conoces y estimas, que la que firmas a un lector a quien acabas de conocer y con quien, sobre todo, tratas de tener un gesto de cordialidad, de cortesía», afirma Andrés Trapiello, que guarda en su biblioteca ejemplares dedicados por un buen número de escritores: Azorín, Valle-Inclán, Aleixandre, Cernuda… «La que más estimo es una de Pérez Galdós en “La fontana de oro”, que dedicó a José María Pereda. Tiene su aquél porque Pereda se quejaba de que Galdós no le mandaba sus libros, y me hizo gracia encontrar éste, que me costó 225 pesetas, y que no se sabe si se lo dejó en algún sitio, si lo perdió, o si se deshizo de él a propósito».
Una dedicatoria establece un vínculo indisoluble entre el escritor y el destinatario. Y detrás de cada libro dedicado que aparece en rastros o librerías de viejo, prevalece la sospecha de una amistad traicionada. Ocurrió con el autor mexicano Artemio de Valle-Arizpe, que una vez encontró un libro suyo dedicado a un amigo -«Con afecto», se leía en la página de cortesía- en uno de los bouquinistas del Sena. Lo compró, y se lo envió, de nuevo, añadiendo a la dedicatoria existente una nueva en la que, escuetamente, se leía: «Con renovado afecto».
No todo el mundo se lo toma con idéntica deportividad: a mediados de los años noventa, el escritor norteamericano Paul Theroux rompió su amistad de años con V. S. Naipaul después de encontrar en una librería de viejo, en París, un libro suyo que le había dedicado al Nobel británico, quien se lo había vendido al librero, según éste le confesó, por 1.500 dólares.
El culpable, Aleixandre
«El culpable indirecto de mi afición por los libros dedicados fue Vicente Aleixandre», recuerda Luis Antonio de Villena, que lleva 40 años coleccionando libros dedicados y que tiene en su biblioteca obras firmadas por Azorín, Machado, Cernuda, Lorca, entre otros -algunos dedicados a él mismo, Guillén, Larrea, Aleixandre- , y también Camus, Larbaud, René Char… «Tengo todo el 98, prácticamente, contemporáneos la mayoría, y del 27 me falta únicamente Emilio Prados, aunque es cierto que nunca me emocionó; no es sólo coleccionismo, sino que busco sobre todo a aquellos poetas, escritores, que me gustan más o que me son más afines».
En 1976 la editorial Narcea publicó, con edición y notas de L. A. de Villena, «Pasión de la tierra», de Vicente Aleixandre. El manuscrito original se había perdido durante la guerra en su casa de la calle Velintonia, en pleno frente de la Ciudad Universitaria, donde también desapareció casi toda su biblioteca, enseres, cuadros… «Me hubiera gustado regalarte uno de los poemas manuscritos, pero el original no existe», contó Aleixandre. «Lo que sí podemos hacer es un nuevo manuscrito, elige un poema y te lo copio», dijo. Villena señaló «El mar no es una hoja de papel», que todavía conserva y que fue el origen de su colección. «A partir de ahí fue cuando empecé a buscar libros dedicados y manuscritos y a pedirlos a amigos, y hoy son ya unos cuantos los que tengo».
Falta hablar de las dedicatorias, prodigiosas, de José Hierro, que acudía a la Feria del Libro con una caja de rotuladores con los que dibujaba árboles y marinas y, a veces, su propio autorretrato -los libros de poesía sólo se venden si los pintas, decía-; las de Alberti y sus sirenas y toreros, y las del poeta, también artista plástico, Juan Carlos Mestre, dibujadas con acuarela, generosas, auténticas obras de arte.
Y no me resisto a terminar con Rilke, ese libro que compró el editor Manuel Borrás en una subasta en Alemania. Una primera edición de «Las elegías del Duino», en la que, con el paso del tiempo, de forma sutil y persistente, como un fenómeno paranormal, va aflorando una dedicatoria que, al principio, siquiera se apreciaba. De momento, se leen, en un raro, desvaído color violeta, apenas un par de palabras en alemán, y la firma, rotunda al pie: Rilke. «Si fuera supersticioso pensaría que el propio Rilke me está dedicando el libro desde el más allá», dice Borrás, risueño. Menos mal que no es supersticioso. Ni yo. Toco madera.
Fuente: ABC