Unos de los símbolos de la resistencia de la izquierda en la década de los años 60 y 70 y, por supuesto, de la barbarie carcelaria de esa época es el cuartel San Carlos, en Caracas, hoy convertido en museo que explotan los business men del chavismo, pero que más allá del negocio de “vender heroísmo” a precio injusto, representa una etapa en que los militares se encargaban de apretarle las tuercas a los rebeldes de la izquierda y a los militares alzados contra eso que llaman el gobierno de turno, una época en la cual los venezolanos tenían presidentes, malos o buenos, pero por lo menos personas que no hacían pasar vergüenza a nadie como sucede hoy con el bojote de la salsa.
Lo cierto es que en ese cuartel en Caracas y en la Isla del Burro, sita en el lago de Valencia, y en otras más que escapan a nuestra memoria, estaban recluidos una serie de militantes revolucionarios que cumplían condenas ordenadas por la justicia militar, lo cual como es lógico suponer liberaba los jueces de hacer su trabajo apegado a la ley como manda la Constitución, sino según los cánones de los militares que, desde luego, no eran partidarios de andarse con ligerezas con esos detenidos.
A muchos se les condenó a largos años de prisión y otros fueron protagonistas de fugas espectaculares por medio de túneles construidos en las propias narices de los carceleros. Existe, en las viejas librerías, cantidad de libros que relatan desde diferentes ópticas esas hazañas que lindaban en la leyenda.
Pero vamos al grano: este gobierno tan revolucionario, tan hermosamente respetuoso de las libertades, de la justicia, de la ley y ¡ay! del “legado de Chávez”, no le ha faltado minuto ni segundo para imponer lo mismo que se hacía en la llamada cuarta república con los presos políticos, y si no es igual al menos es muy parecido. La revolución no ha llegado a la cárcel y menos de la mano de esa troglodita ministra que asusta en la madrugada y recién levantada más que cualquier pran en Tocorón.
¿A qué se debe entonces que si ellos padecieron las viejas prisiones del pasado, los tribunales militares, los fiscales implacables, los perversos carceleros, hoy les encanta cobardemente someter a las mujeres que van a visitar a sus familiares presos sean objeto de vulgares revisiones íntimas, empujones cobardes, groserías y negativas de ver a su familiar privado de libertad?
Desde luego, si existiera alguien que fuera un hombrecito serio debería encararse con quien le da órdenes que pervierten el respeto del ser humano y decirle: me resisto a dar un trato impropio a los familiares que vienen al recinto carcelario porque ellos no son culpables, si acaso quienes están en proceso y eso con dudas.
Los oficiales se olvidan del comportamiento de Bolívar, se olvidan del extremado trato del mariscal Sucre con los prisioneros, se olvidan de cómo actuaron en momentos en que, siendo victoriosos, jamás humillaron al contrario sino que le reconocieron su valor como soldados y pueblos vencidos por la supremacía de las armas pero no por otras razones.
Cuando decenas de ciudadanos, sin armas pero con hermosísimo valor, acuden ante las cárceles militares y reclaman libertad para los presos políticos, los oficiales deberían escuchar lo que les dicta la razón y su sentimiento: Venezuela debe unirse, apartar a los narcos y reconstruir el país.
Editorial de El Nacional