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De escuálidos a decrépitos

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De escuálidos a decrépitos

 

El lenguaje descalificador ha sido el lenguaje del poder desde hace un cuarto de siglo. Es el producto más preciado de la “revolución bolivariana”. Nicolás Maduro solo es un imitador tardío de su padre político Hugo Chávez, quien se hartó de llamar “escuálidos” a sus adversarios. El “comandante supremo” -todo lo grandioso se lo adjudicaban- usaba el término para despreciar a quienes se le oponían por ser poca cosa o cosa insignificante.

 

Escuálido es sinónimo de flaco y de esquelético y ese es también producto resultante de la dieta revolucionaria que acabó con las empresas privadas y públicas, con el trabajo remunerado, expulsó a la cuarta parte de la población y sumió al país en la pobreza. Escuálidos, pues, somos todos. Una contundente y temible mayoría.

 

Desbordado por esa multitud hambrienta de justicia, Maduro recurre, cómo no, a la descalificación de sus líderes. “Hay un viejo decrépito que quiere tomar el poder”, dijo en obvia referencia a Edmundo González Urrutia, el candidato presidencial de la unidad opositora que cabalga con amplísima ventaja en las encuestas de preferencia política. El desprecio ya no sorprende en la boca del candidato a la reelección, lo llamativo es que admite que su poder se está tambaleando.

 

González Urrutia ya le había respondido a Maduro desde el día de la postulación de su candidatura, el pasado 19 de abril: “Venezuela necesita un presidente que no insulte ni grite”. Una sencilla y poderosa lección de gallardía, de saber estar, de no caer en provocaciones. De normalizar la vida política del país, porque se trata de instaurar una verdadera convivencia entre todos los venezolanos, piensen como piensen.

 

Si Maduro hurgara un poquito en el diccionario –Edmundo González lo mandó a consultar las malas palabras, para que siga enriqueciendo su pobre vocabulario– pudiera dar con la acepción “instituciones decrépitas” que encaja a la perfección para describir la gestión destructiva de quienes despachan desde Miraflores y sus alrededores.

 

Instituciones como el “poder moral”, por ejemplo, que con tan solo 25 años de existencia constitucional ha sucumbido ante la acción depredadora de los bienes públicos de quienes estaban llamados a gobernar para todos los venezolanos. En un cuarto de siglo, los “revolucionarios” acabaron con la separación de poderes y la alternancia.

 

La pretendida revolución fue prematuramente decrépita, sostenida sobre la falaz idea de que una circunstancial mayoría de votos y escaños le daba la razón absoluta sobre todo y sobre todos. Que la patria era suya, que la ley le obedecía y que era dueña de todas las inmensas riquezas del país.

 

El país está a días de darle la vuelta a esa página. Y de que los venezolanos, de todas las edades, comiencen a escribir otra historia, en la que el ciudadano sea el centro de la acción pública, que no tenga que mendigar para hacer valer su derecho a una vida digna, que tenga oportunidades de estudiar, de formarse, de trabajar y de levantar una familia. Y de llegar a ser un viejo orgulloso de su nación y de sus servidores públicos, que respetan la palabra empeñada y esmerada y se deben a su pueblo.

 

 

Editorial de El Nacional

 

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