En una copa alta y alargada, la más apropiada para beber champán, se generan unas 2 millones de burbujas, a cada una de las cuales, durante su ascenso hacia la “fama”, se adhieren numerosos compuestos presentes en el seno del líquido y responsables de su buqué.
Una vez que alcanza la superficie, la burbuja estalla, lo que provoca la eyección de un, a simple vista, inapreciable chorro de champán. Este acabará por fragmentarse en una colección de diminutas gotas cargadas de los compuestos organolépticos.
A su vez, junto a las gotitas liberadas por las otras, cientos de burbujas que han colapsado al mismo tiempo forman una especie de niebla sibilante que se va renovando a cada momento, conforme nuevas burbujas llegan a la superficie.
En esta niebla radica el secreto del éxito del champán. Justo un momento antes de beber, la nube de gotitas te salpica los labios y la punta de la nariz, lo que propicia la refrescante sensación que precede al sorbo y, además, estimula los receptores de nariz y boca. Por último, durante el trago, eso provoca el característico, ligero y picante cosquilleo sobre la lengua, al mismo tiempo que actúa sobre los receptores del gusto bucal.