Es admirable la capacidad que tienen los actores para interpretar indistintamente al bueno, al malo o al feo de la película o el tele culebrón: pueden interpretar a Jesús en un péplum o a Lucifer en un film de terror; también a un paracaidista carismático y afortunado o a un despiadado capo de la droga, entre otras cosas porque en la vida real los límites entre la aventura revolucionaria y el narcotráfico son difíciles de trazar.
No tiene, pues, nada de extraño, que Sony Pictures Television haya seleccionado al colombiano Andrés Parra, quien encarnó al jefe del cartel de Medellín Pablo Escobar Gaviria –experiencia que le mereció elogios, crítica y aplausos del público–, para ponerse las botas, boina y uniforme de Hugo Rafael Chávez Frías en una teleserie de la cual ya se han difundido imágenes promocionales.
De las implicaciones que pueda tener semejante proyecto deben ocuparse los periodistas de farándula, pero a los efectos editoriales lo que nos interesa es ese desdoblamiento actoral –Dr. Jekyll y Mr. Hyde– que en los seres de carne y hueso llamamos esquizofrenia. No era ningún secreto la bipolaridad del líder galáctico. Edmundo Chirinos lo diagnosticó como maníaco depresivo. Y mucho se comentaron sus abatimientos, soponcios y pataletas.
Esas aberraciones como que las heredó el designado, quien, por lo visto, las ha contagiado a sus cortesanos, de modo que hoy pareciera haber muchos manicomios en los círculos oficiales. Basta un fugaz vistazo a las declaraciones emitidas tanto por el reyecito, o su otro yo, cuanto por sus vasallos para darse cuenta de que hay en el TSJ, en el CNE y en todos los compinches de la conjura contra el soberano exceso de desvarío y escaso sentido común.
Dicen que el poder envanece. O ciega. O embriaga. También enajena, más cuando se carece de pericia para manejar asuntos de Estado y gobernar se reduce, entonces, a encadenar argucias, decir embustes y meter zancadillas para alargar, en lo que se pueda, el como vaya viniendo vamos viendo propio de la progresiva chifladura de quien comenzó haciéndose el loco y, desde luego, terminará como una cabra.
Al principio parecía una tontería. Un pajarito preñado que le trinaba líneas. El ectoplasma “del que se fue” materializándose en una ventanilla del Metro. Después, las sesiones espiritistas en el Cuartel de la Montaña. Y como siempre, nadie osó advertir que se estaban quemando el arroz y tostando los calderos. Ninguno de los que acompañan al chofer ha querido bajarse del autobús por temor a perder su favor y los beneficios que conlleva estar en el ajo.
Exigir una evaluación psiquiátrica a quien dialoga con avecillas barrigonas y confiesa sentirse becerro no es desmesura; lo venezolanos tenemos derecho a que se nos gobierne con sensatez. Cuando ésta se pierde y la falta de cordura –bien por adulante imitación, bien por mimética debilidad– contamina a los poderes públicos, una certificación de salud mental es tan necesaria como la presentación de la partida de nacimiento. Y debe hacerse antes que la demencia nos contagie a todos.
Editorial de El Nacional