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Contra la corrupción

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Contra la corrupción

Desde los primeros meses del gobierno presidido por Dilma Rousseff el problema de la corrupción ha sido un desafío mayor para su gestión y para la institucionalidad brasileña. Ante cada protesta y cada escándalo han estado y están presentes todos los incentivos imaginables para politizar el asunto. Con todo, el gobierno brasileño no parece haber sucumbido a esa tentación.

 

Si bien asumió su cargo con la expresa intención de dar continuidad a la obra transformadora de Lula, Rousseff se ha empeñado en demostrar que eso no significa silenciar la crítica, mucho menos interferir en las investigaciones y decisiones de otros poderes.

 

El escándalo de las mensualidades (mensalão) fue desde el principio de su gestión un asunto políticamente complejo. Altos dirigentes de sus aliados en el Congreso y del Partido de los Trabajadores, fueron juzgados y condenados por el Tribunal Supremo cuando falló a finales de 2012 contra 25 acusados de participar en la trama político empresarial de compra de votos y financiamiento de campañas.

 

No hubo por parte de la mandataria declaraciones que interfirieran en el proceso judicial, en cambio fortaleció el mensaje de la lucha institucional contra la corrupción cuando entre junio y diciembre de 2011 destituyó o aceptó las renuncias a siete ministros.

 

A finales de 2012 ordenó la destitución de dieciocho funcionarios del gobierno de Sao Paulo implicados en una red de corrupción. Fueron todas decisiones que tensaron las relaciones con los aliados políticos que el Poder Ejecutivo necesitaba en el Congreso.

 

Las protestas que en junio se movilizaron en más de 100 ciudades brasileñas incluyeron entre sus exigencias un franco compromiso gubernamental contra la corrupción. Antes que descalificar las denuncias y exigencias, Rousseff respondió de inmediato con varias propuestas, incluido un compromiso más contundente contra la corrupción.

 

El Congreso también recibió la señal de la ciudadanía y en junio aprobó el proyecto de ley, engavetado por largo tiempo, que tipifica el delito de corrupción como crimen atroz; lo que significa aumentar las penas y disminuir el acceso a beneficios que alivien su cumplimiento. Al aprobar esa ley, se retiró una disposición que restaba poderes de investigación a la Fiscalía, la instancia a cuya independencia se debió el expediente de acusaciones sobre el “mensalão”.

 

A comienzos de agosto fue aprobada otra ley anticorrupción que penaliza el pago de sobornos por corporaciones privadas a funcionarios locales o extranjeros, y también sanciona corruptelas relacionadas con la participación en licitaciones públicas o contrataciones con el Estado.

 

Contrastes aparte, por allá y por aquí la corrupción es una bomba de tiempo para el orden democrático (o lo que quede de él, según el caso), que sólo desde ese orden, con poderes responsables e independientes, se puede desarmar. Todo lo contrario a la delegación de poderes en una sola persona.

 

Editorial de El Nacional

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