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Compartir el hambre

 

 

La maestra Leyla Escobar, dirigente de la Federación Venezolana de Maestros, relata en un post reciente de la red X (antes Twitter) el dolor que le causa ver en el aula las miradas fijas y, a la vez, perdidas de los alumnos. No son niños perezosos. «Tienen hambre», dice. Antes –recuerda– la maestra, ella o alguno de sus compañeras o compañeros, echaba mano en su cartera y le compraba una arepa o algo a ese estudiante que no le sacaba la vista de encima. «Ahora compartimos el hambre», admite Escobar, sin rubor, con la voz quebrada.

 

 

A días de que se inicie el curso escolar 2023-2024, la reapertura de las aulas en todo el país, persisten los mismos problemas, agravados tras cada curso: escuelas en ruinas, docentes con salarios miserables y programas de alimentación escolar deficientes, en unos casos, inexistentes en otros, para nombrar los asuntos más gruesos y notorios.

 

 

Lo que está por recomenzar es un punto y seguido. Una lista interminable de carencias: por faltar, faltan la luz y el agua en un millar de escuelas, según la FVM; ni qué hablar de Internet; hubo días en el curso pasado que el plan de alimentación escolar sí se distribuyó y entonces la asistencia aumentó en los centros educativos afortunados. Se ausentan también los docentes porque desde el poder se estimula el plan «rebusque» para compensar ese salario estancado, sin aumento desde hace años. La FVM habla de 2.000 días (6 años) de reuniones, de protestas, de negociaciones fallidas con el Estado venezolano.

 

 

«La educación en Venezuela vive una tragedia de graves y duraderas consecuencias», escribió en un documento del año pasado el sacerdote Luis Ugalde, exprovincial de los jesuitas en Venezuela y exrector de la Universidad Católica Andrés Bello. Ugalde se hacía dos preguntas de absoluta actualidad:  ¿tiene remedio este desastre que compromete gravemente nuestro futuro? ¿Cuáles son los actores fundamentales y los pasos claves necesarios?

 

 

Para responder sus propias preguntas, Ugalde echaba mano de una frase feliz de la exposición de motivos de la Constitución, la tríada solidaria entre sociedad, familia y Estado. Pero tal tríada es inexistente. El Estado está en quiebra, la familia arruinada y los educadores sometidos a la mendicidad y, así, la escuela deja de existir, sentenciaba el sacerdote jesuita, que, sin embargo, registraba en centros educativos y universidades de sectores populares y de clase media el milagro de la solidaridad entre las familias y los educadores.

 

 

Seguramente, esa solidaridad es la que explica, en buena parte, la labor del Movimiento por la Educación Popular que representa Fe y Alegría, que le permite ofrecer a más de 100.000 estudiantes en todo el país –en  178 escuelas, 54 centros de capacitación, 5 institutos universitarios, 25 centros comunitarios de aprendizajes y 24 emisoras de radios educativas– una oferta formativa superior, en calidad y días efectivos de clase en aulas adecuadas, a la que brinda –debería brindar– el sector público.

 

 

La Federación Venezolana de Maestros que habla por ese enorme contingente de docentes encargados de la formación de nuestros niños y adolescentes en la educación pública –el futuro del país– insiste en recordar que no hay condiciones para la vuelta a clases, en principio prevista para el 2 de octubre. Y presagia más protestas en reclamo por ese «salario digno» que le permita al profesor o maestro desplazarse todos los días a las aulas, dar de comer a su familia y cumplir a cabalidad una jornada completa en esas aulas donde, con seguridad, persistirán esas miradas fijas y perdidas.

 

 

La solidaridad entre educandos y sus familias y los educadores  –ante un Estado que mira para otro lado–  es fundamental para reclamar apoyo a la escuela, para su rescate, para mantenerla abierta y para alentar el surgimiento de esa tríada de cooperación que debe caracterizar una sociedad remando en la misma dirección.

 

 

 

Editorial de El Nacional

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