El mundo democrático reaccionó con estupor y firmeza ante el asalto violento del Congreso, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio Presidencial del Planalto el domingo en Brasilia, perpetrado por seguidores del expresidente Jair Bolsonaro que se niegan a reconocer el triunfo electoral de Luiz Inácio Lula da Silva ―quien asumió la presidencia hace apenas una semana― y pretendieron alentar un golpe contra las instituciones democráticas de su país.
El presidente Joe Biden, aún con los recuerdos frescos de la violenta invasión de hace dos años de partidarios de Donald Trump ―tan admirado este por Bolsonaro― cuando el Congreso de Estados Unidos certificaba la victoria del líder demócrata, condenó el asalto y señaló que la voluntad del pueblo brasileño «no debe ser socavada». En la misma línea se manifestaron Portugal, Francia, España y Colombia, el presidente del Consejo Europeo y el secretario general de las Naciones Unidas.
El exmandatario brasileño, que se fue del país antes de la toma de posesión de Lula y se negó a traspasar la banda presidencial a su sucesor, esperó al fracaso de la intentona de sus seguidores para luego, desde Florida, emitir un tibio mensaje en el que dijo que las «depredaciones e invasiones de edificios públicos como las ocurridas en el día de hoy (el domingo), así como las practicadas por la izquierda en 2013 y 2017, escapan a la norma”.
¿Solo escapan a la norma? Es ese relativismo al juzgar los actos propios, o inspirados por, ese tirar la piedra y esconder la mano, el que acerca las conductas de la ultra a la derecha y a la izquierda e hiere, quizás de gravedad, a las frágiles democracias de la región.
La democracia brasileña, recuperada hace 38 años después de la dictadura militar, vive momentos de aguda tensión. El azote durante cuatro años del mensaje estridente de Bolsonaro ―su increíble negatividad frente a la pandemia, su desdén por la protección de la Amazonía―, junto con ese inmenso escándalo de corrupción que antes puso al descubierto la Operación Lava Jato y que mancha la gestión del PT de Lula, se han juntado para armar un panorama de división e histeria que está en el fondo de los actos vandálicos del domingo.
No es una buena señal para América Latina, una más, incapaz de dar con la tecla que ofrezca estabilidad y progreso. Lo sufren sus pueblos, volubles a la desazón y a decantarse por las salidas a un lado y otro del espectro político que ofrecen soluciones únicas e irreversibles.
Quizás habría que reparar en la experiencia de la sociedad uruguaya, que ha podido congeniar distintas visiones en el ejercicio del poder sin sobresaltos que lamentar, o en la propia de la actualidad política chilena que mediante el voto, y el debate en un ambiente de libertad, derrotó con contundencia un proyecto constitucional sin sentido.
Es tiempo de que los demócratas a carta cabal hagan oír su voz. También de que los pueblos y sus organizaciones civiles sean capaces de asimilar y defender los valores democráticos.
Editorial de El Nacional