Se cruzó una línea roja que debería dar pie a investigaciones internacionales.
Urge que la diplomacia mundial tense toda su musculatura para evitar a toda costa que, como una extensión del conflicto en Gaza desatado hace casi un año, Israel y el movimiento chií libanés Hezbolá entren en una guerra directa en el sur del Líbano que traería imprevisibles consecuencias para la región y para el mundo.
El surrealista y coordinado ataque de martes y miércoles que pareció sacado de una película de espías en el que cientos de bíperes y walkie talkies usados por militantes o allegados al movimiento islamista explotaron matando a 37 y dejando heridos a 3.200, fue el más dramático episodio de lo que podría ser el preludio de un conflicto regional en el que, como suele suceder, el sufrimiento de los pueblos pasa a una segunda dimensión en medio del atronador peso de los movimientos geopolíticos en una región tan sensible e inestable como Oriente Próximo.
Menores e inocentes que acompañaban o estaban cerca de los portadores de los aparatos fueron amputados, perdieron la vista, o sufrieron letales heridas. Se cruzó una línea roja que debería dar pie a investigaciones internacionales sobre qué tan legítimo es el objetivo en una acción de esta naturaleza y si se trató de un ataque indiscriminado que, según las convenciones de Ginebra, podría catalogarse como un crimen de guerra.
Como siempre en este tipo de casos, Israel ha guardado silencio y no ha aceptado ni desmentido su autoría en la operación de sabotaje, pero para Hezbolá y para el mundo en general no parece haber muchas dudas. De hecho, y desatendiendo los llamados internacionales a la contención, Israel apretó ayer el acelerador bélico y sus cazas bombardearon 52 objetivos en el sur y sureste del Líbano.
Los tambores de guerra suenan atronadores y no parece existir quien los acalle, pero un buen primer paso podría ser porfiar para obtener una tregua en Gaza. Lo demás, además de doloroso, sería irracional.
Editorial de El Tiempo de Colombia