La situación en Siria, tras una prolongada guerra civil de más de 14 años, ha tomado un curso diferente en los últimos días con la llegada al poder del grupo rebelde yihadista Hayat Tahrir Al-Sham (HTS) y la salida del dictador Bashar al-Assad, asilado en Moscú, según el gobierno ruso desde el domingo pasado.
El dictador Al-Assad, musulmán chiita, acentuó la represión desde marzo de 2011 cuando millares de personas manifestaron en su contra desde Alepo hasta Damasco. Si entonces el régimen se mostraba débil, se fortalecería con su alianza con el grupo Hezbolá en 2012, más tarde con el régimen de Irán en 2013 y después con Rusia en 2015, cuyo interés estratégico se refleja principalmente en la salida al Mediterráneo por el puerto de Tartús.
Ahora se termina el periodo de Al-Assad y se abre una situación distinta no menos inestable dado el carácter fundamentalista del grupo HTS, aunque en los primeros discursos del líder del grupo Abu Mohammad al-Jolani, musulmán sunita, desde la mezquita Omeya, señalara que la victoria era «una victoria para toda la nación islámica”.
Igualmente, en su discurso rompe con el régimen iraní al que califica de ambicioso, que difunde el sectarismo y fomenta la corrupción, al mismo tiempo que atacaba al grupo Hezbolá, sostenido por Teherán, distanciados de grupos yihadistas por sus “tácticas brutales” en un mensaje también dirigido a Occidente, Estados Unidos principalmente, al igual que el respeto a las instituciones con la posible negociación para una transición con el primer ministro de Al-Assad.
Independientemente del giro que pueda tomar el gobierno de Siria en manos de Al-Jolani y del impacto de este cambio en el desarrollo político de la región en el que Rusia, Irán y los grupos chiitas perderían influencia, la caída de Bashar al-Assad muestra que a las dictaduras férreas, que representaba la familia del tirano desde hace 50 años, también les llega su fin, más cuando los apoyos externos se debilitan y se muestran incompetentes para mantenerlos.
Los regímenes de Irán y de Rusia han tenido hasta ahora y como nunca antes una influencia en el desarrollo político de América Latina con el sostén a las dictaduras de la región, especialmente Venezuela, Cuba y Nicaragua, a través de acuerdos militares, visitas recíprocas de altos mandos en defensa y compartiendo con fuerzas como Hezbolá presentes también en este proceso. Si la influencia de estos regímenes y grupos fue insuficiente en el Medio Oriente, en donde intereses geopolíticos resultan superiores, más lo será en relación con las dictaduras de la región, desacreditadas y rechazadas dentro y fuera de sus países por los crímenes internacionales y las violaciones del orden jurídico internacional.
El prácticamente abandono a Siria de Moscú y Teherán y la debilidad de los grupos terroristas tras la salida de Al-Assad tendrá un efecto importante en la región, favorable sin duda al retorno a la democracia en nuestros países afectados por esta injerencia externa absolutamente indebida y consentida por regímenes que dependen de sus actividades ilícitas y de apoyos que enfrentan a Occidente.
Editorial de El Nacional