A tres años largos de terminar su mandato, nos parece demasiado prematuro abandonar la ruta del convencimiento concertado, por una deriva autoritaria populista.
El intento inicial de convocar un pacto social y conformar una coalición de gobierno por parte del presidente Gustavo Petro fracasó de manera estruendosa tan solo ocho meses después de planteado. El estallido ministerial y legislativo de esta semana no fue solo culpa de los líderes ya obsoletos de los partidos de la U, Conservador y Liberal, sino también del propio mandatario, quien pretendía sumisión por parte de la aplanadora que construyó a partir de las transacciones politiqueras de siempre. Ahora la Casa de Nariño se atrinchera en el petrismo más fiel y en la idea de que acudiendo a las calles podrá refrendar sus propuestas de cambio, ante la prematura pérdida de gobernabilidad con tres largos años de mandato por delante.
La reforma tributaria y la reforma a la salud muestran bien dos historias de lo que podría ser el gobierno del presidente Petro y de lo que ha terminado siendo. La primera, acaso el único gran triunfo legislativo hasta ahora de la administración, se consiguió después de largos procesos de concertación y de diálogo, en los que el Gobierno cedió en varios puntos hasta aprobar un texto que, aunque menos ambicioso que el inicial, resultó histórico. La segunda, embolatada a pesar de ser insignia dentro del plan de gobierno, tambalea porque desde un comienzo no hubo disposición a concertar, el Ministerio de Salud planteó inamovibles y desde el principio habló con la arrogancia de quien ve en los críticos a enemigos y no a aliados necesarios para mejorar al país. La Casa de Nariño esperaba sumisión por parte de su aplanadora, y quizás contaba con ella, por lo cual decidió no ceder en el diálogo democrático. De ahí el descalabro. La salida de la exministra de Salud, Carolina Corcho, es un reconocimiento tácito, aunque tardío y casi en voz baja, de que su estilo imperial de hacer política fracasó por completo.
No pueden pasar de agache en este terremoto los partidos tradicionales, eso sí. Desde el año pasado el apoyo del Partido Conservador, el Partido de la U y el Partido Liberal parecía más un cálculo de cuántos puestos y partidas burocráticas se podían recibir que un genuino compromiso con la agenda de cambio. Eran partido de gobierno en la forma mas no en el fondo. Y por eso, cuando decidieron dar un debate ideológico, su legitimidad ya estaba mancillada. Se trataba de una alianza llamada a fracasar. Pero Presidencia no parece haber aprendido la lección. Ha cambiado la negociación con los líderes de los partidos por una lógica transaccional al menudeo, con la cual aspira a recuperar las mayorías legislativas. Colombia sabe muy bien cómo funcionan esos diálogos, más allá de que en los discursos se lancen aspavientos patrioteros.
El panorama político se presenta entonces complejo e incierto. La impulsiva decisión de castigar el disenso dentro de la coalición les costó la cabeza a varios ministros que lo venían haciendo bien y el nuevo gabinete se lee con la desconfianza lógica de ser un equipo que, si bien en su mayoría cuenta con experiencia, no va a discutirle nada al presidente. El cambio es necesario sin duda, pero transformaciones tan grandes como las que están planteadas necesitan fortalecerse en el hervor del debate y la negociación, no en la imposición. Sin disposición al diálogo, con una popularidad lastimada y sin gobernabilidad, mañana tendremos entre tanto otro capítulo de balconazo desde la Casa de Nariño, en busca quizás de disimular las crecientes soledad y ensimismamiento del presidente de la República. A tres años largos de terminar su mandato, nos parece demasiado prematuro abandonar la ruta del convencimiento concertado, por una deriva autoritaria populista que, por supuesto, no traería cambio alguno. O al menos no uno sano que mejore la vida de los colombianos.
Editorial de El Espectador
Foto: EFE – Oliver Contreras / POOL