Lo que pretende la «furia bolivariana» es atenazar. Por un lado, jugar a las elecciones con los compinches de siempre -ahora van a pagarles a la luz del sol por disfrazarse de opositores, Jorge Rodríguez acaba de decir que lo está evaluando- y, por el otro, seleccionar objetivos individuales para mostrar su saña. De todo lo que son capaces de hacer. Ir contra ese objetivo y sus familiares como ocurre con Rocío San Miguel.
Pero nueve de cada diez venezolanos tiene no uno sino un montón de motivos para protestar, para rebelarse. El régimen bolivariano es una estafa y está desquiciado. Es peligroso, sí. Porque ha escogido el peor camino para preservar el poder.
El derecho a la protesta es un derecho democrático. Es lo único democrático que queda. La capacidad de organizarse y protestar.
Amnistía Internacional (AI) tiene una campaña mundial para la protección de la protesta, porque -históricamente- de las protestas surgen cambios fundamentales en las sociedades. Esa es la ley de la vida humana, y no hay forma de violarla ni de detenerla. Más temprano o más tarde ocurrirán los cambios. Sobran los ejemplos y las jornadas ejemplares.
«La tendencia global a la militarización de la función policial, el aumento del uso indebido de la fuerza por la policía en las protestas y la reducción del espacio de la sociedad civil suponen que cada vez sea más difícil estar seguros cuando hacemos oír nuestra voz», advierte Amnistía y, ciertamente, se queda corta con relación a las prácticas, negociadas con el castrismo, que se aplican en Venezuela. Pero también es cierto que ha habido situaciones peores en otros países en la memoria de este mundo, ahora globalizado pero aún salvaje.
Cuando el vecino protesta, y el oficinista protesta, el estudiante y la ama de casa, la maestra y el que despacha gasolina, con un gesto, con una voz, con una prenda de vestir- se refuerza la condición pública de que eso es lo que hay que hacer, porque es justo y necesario, porque quienes están al margen de la ley y de las buenas costumbres son los esbirros y sus jefes. Porque el espíritu es indoblegable.
AI cita el ejemplo de Mahatma Gandhi y su célebre marcha de la sal en la que recorrió más de 300 kilómetros a pie seguido de una multitud para extraer sal de las aguas del mar Arábigo, que era una potestad reservada al colonial Imperio Británico. Sin recurrir a la violencia, que fue la seña de identidad del líder indio, Gandhi condujo a su pueblo a la independencia desafiando al poder, que podía ponerlo tras las rejas, despreciarlo y someterlo a juicio, pero jamás obtendría su obediencia.
En un clima de represión feroz como el de la “furia balandronada” callarse no es alternativa. Tampoco la protesta sin protección -aunque nunca hay suficiente protección- pero sí utilizar los recursos de que se disponen: primero, el compromiso y la solidaridad; luego, el boca a oreja tan útil y tan cotidiano; las redes sociales, no para insultar (que no hace mella y autolesiona) sino para informar, denunciar, compartir, rebotar; y las reuniones -aún hay algo de libertad para reunirse con quien venga en gana- para comentar y compartir y perseverar. Y perseverar. El 22 de octubre -la fecha referencial de la primaria opositora- no se construyó en un día.
La Venezuela democrática es la meta. La libre, la que progresa, la igualitaria, la abierta al mundo. ¡Gloria al bravo pueblo!