Después de varios días desaparecida se conoció que Rocío San Miguel se encuentra recluida en El Helicoide
Lo que sucede ahora mismo en Venezuela es rocambolesco, por exagerado e inverosímil. Y tétrico, por siniestro y macabro. Es una «operación cubana», como ha dicho desde Madrid el presidente editor de El Nacional, Miguel Henrique Otero, también un perseguido por el régimen.
Reconstruyamos lo que se sabe de los hechos ocurridos los días viernes 9 y sábado 10 de febrero. Rocío San Miguel, activista de la ONG Control Ciudadano, creada en 2005, no ayer, que promueve «la contraloría ciudadana sobre los asuntos de la seguridad, la defensa y la Fuerza Armada Nacional», se dirige al aeropuerto internacional en Maiquetía en compañía de su hija, Miranda Díaz San Miguel. Van a salir de viaje; la hija, de 24 años, regresa a España donde vive y se acaba de graduar de periodista en una universidad madrileña.
Rocío San Miguel es detenida por hombres vestidos de verde y de boina roja -días después se sabe que son de la Dirección General de Contrainteligencia Militar, el órgano supremo de la represión política-, a la hija le dicen que es un procedimiento «rutinario» y que se puede ir. La joven llama a su padre, Víctor Díaz Paruta, quien fue mayor de la aviación militar, divorciado de San Miguel desde hace 12 años, para que la busque en el aeropuerto, porque perdió el vuelo y se regresa a la casa materna. Durante todo el día viernes carecen de información sobre el paradero de Rocío San Miguel, las condiciones en las que se encuentra y cuál es el asunto por el cual se le detiene.
El sábado la joven recibe una llamada del aeropuerto para que vaya a recoger sus maletas. El padre se ofrece a acompañarla, pero ella no lo considera necesario porque va a ir con dos tías paternas que tienen previsto dirigirse al terminal porque una de ellas va a viajar. Transcurridas más de dos horas sin saber de su hija, Díaz Paruta llama a una de las hermanas y ella comienza a averiguar en el aeropuerto qué pasó con su sobrina, a quien tratan de localizar por el altavoz interno.
En unos minutos aparecen funcionarios de la Dgcim y le piden a la tía que los acompañe. La llevan a una dependencia del aeropuerto desde donde puede ver a lo lejos a su sobrina -nerviosa y llorando- pero no tienen contacto alguno. La conducen a un cuarto donde hay una mesa y dos sillas, sin luz y sin ventilación. Allí un funcionario que supone militar, aunque vestido de civil, la interroga durante dos horas. Le mencionan nombres que pudieran estar vinculados a la activista ciudadana y ella, según la versión de una tercera hermana entrevistada por César Miguel Rondón, cuenta que desconoce cualquier actividad de San Miguel porque la relación entre ambas es inexistente. La dejan ir, pero antes le informan que su hermano le manda a decir que se dirige a Boleíta, donde está el centro del terror en el que se ha convertido la Dgcim.
Al estar libre llama a su hermano, pero no responde. La hermana que iba a viajar le informa que lo vio en el aeropuerto, que había ido a despedirse de ella y a buscar a su hija, pero los detuvieron –y en paralelo, a dos hermanos de San Miguel, Miguel y Alberto– y todos estuvieron en paradero desconocido más allá de lo pautado por las leyes, lo que tipifica la “desaparición forzada”.
La hija, los hermanos y el exmarido de San Miguel quedaron libres el lunes, pero bajo un régimen de presentaciones periódicas en los tribunales, prohibición de salida del país y de declarar a los medios.
Rocío San Miguel fue presentada el lunes en la noche en un tribunal de terrorismo sin derecho a ser defendida por su abogado y se le imputaron los delitos de traición a la patria, conspiración y terrorismo, tras cuatro días sin saber dónde y cómo se encontraba, qué organismo la había detenido y en virtud de qué. También fue detenido su ex pareja, Alejandro González de Canales, militar retirado, a quien se acusa de revelar secretos militares y políticos relativos a la seguridad nacional, obstrucción a la administración de justicia y asociación.
Este es el capítulo más reciente de la enfurecida ola represiva que comenzó a partir del 15 de enero cuando Nicolás Maduro anunció el descubrimiento de cuatro conspiraciones (luego cinco) que habrían ocurrido en 2023. Un capítulo que copia al calco los métodos represivos aplicados en Cuba desde la llegada de los revolucionarios al poder, porque fue el 26 de marzo de 1959 cuando se creó el G-2 con el objetivo «de enfrentar y penetrar las organizaciones contrarrevolucionarias que buscaban el derrocamiento de la Revolución cubana”.
Está nítidamente establecido desde demasiados años la unión umbilical entre las seudorrevoluciones -la castrista y la chavomadurista-. Una subsidia a la otra, y ésta ofrece los artefactos represivos probados por décadas para someter al pueblo cubano. Uno, entre tantos, el hostigamiento policial y judicial.
Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha documentado episodios recurrentes contra periodistas en Cuba, de similar corte al aplicado para arremeter contra los activistas ciudadanos en nuestro país, como Rocío San Miguel: “El Estado cubano hace detenciones arbitrarias –en general de corta duración–, deportaciones internas, citación a centros policiales, allanamientos a domicilios, presiones sobre familiares, restricciones de viajes y requisa de instrumentos de trabajo. Las denuncias registradas dan cuenta de que los afectados serían interceptados en la calle, con frecuencia agentes estatales realizarían ‘confiscaciones’ en operativos en los que allanan viviendas, intimidan a la familia…”.
Lo que ocurre con Rocío San Miguel -el amedrentamiento a sus familiares y las acciones que se ejecutaron en su contra sin el más elemental respeto a la ley- conmociona e indigna a Venezuela, a sus organizaciones de derechos humanos, al mundo político y académico; a organismos internacionales como las Naciones Unidas y Amnistía Internacional, además de los gobiernos democráticos. No es un hecho aislado. El régimen muestra su faz más brutal y deshumanizada, en su obstinación por mantener su poder sin aliento popular y sin sustento moral a toda costa.
Editorial de El Nacional
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