Tras el referéndum consultivo realizado en Venezuela sobre la cuestión de la Guayana Esequiba es sorprendente el grado de confusión en el debate. Media una peligrosa reescritura y se repiten los errores como el mal alegado sentido de patria –al cabo ésta sólo es ser libres como debemos serlo– que nos llevara a las pérdidas territoriales del siglo XIX.
Lo primero de puntualizar es que algunos de los asuntos puestos sobre la mesa y presentados como audaces son plagios del pasado. El Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, en 1884 y en el marco de su contención con la Gran Bretaña por el Esequibo –antes separó a su negociador en Londres, el marqués de Rojas– procede a la creación del Territorio Federal Delta, limitando en el sureste con la Guayana Británica, a saber, hasta el río Esequibo. No se había dictado aún el Laudo arbitral del despojo de 1899. Y allí, como lo reseña González Guinan, Guzmán opta por dar concesiones y “crear intereses norteamericanos en el Gran Delta del Orinoco, propendiendo a la fundación de la Compañía Manoa, como para interponer entre la débil Venezuela y la usurpadora Inglaterra, la poderosa industria norteamericana” (Memoria del gobierno de La Aclamación, 1886-1887).
Si se trata del anunciado mapa oficial que incorporará a la Guayana Esequiba, ya hacia 1965 lo ordenó la Cámara de Diputados para acompañar las gestiones diplomáticas del gobierno de Raúl Leoni y su canciller Ignacio Iribarren Borges en Londres y Ginebra. Alirio Ugarte Pelayo, presidente del cuerpo, le hizo entrega de este a la nación y, de modo simbólico –advirtiendo sobre el descuido que nuestros programas educacionales de geografía e historia han acusado– lo puso en manos de los jefes de las comisiones parlamentarias, Carlos Andrés Pérez, Alberto Bustamante, Arístides Beaujon y Dionisio López Orihuela.
Pero no le bastó a Ugarte lo simbólico, pues juzgaba de necesario despejar la conseja que tanto daño nos hacía y se ha prorrogado hasta alcanzar el verbo del fallecido Hugo Chávez: “Le será fácil al lector deshacer con el simple examen de los mapas y la lectura de las representaciones del excanciller Marcos Falcón Briceño ante la ONU, otra falacia también muy divulgada en estos días, según la cual nuestras reclamaciones son parte de una conspiración interimperialista para abatir el movimiento independentista de la Guayana Británica”, dice (Cámara de Diputados, La Guayana Esequiba, 1965).
La izquierda de ayer y en insurgencia, esa que hoy desgobierna sobre el territorio nuestro rasgándose las vestiduras, era la responsable de esa narrativa antinacional, estimulada desde Cuba.
Lo otro y de no menor importancia es la aporía que se insiste en introducir entre la defensa del Acuerdo de Ginebra de 1966 y el conocimiento del diferendo por la Corte Internacional de Justicia. Se trata de algo de fondo y que nos pone de espaldas a la verdad histórica. Y lo primero de decir es que, la primera queja presentada ante Gran Bretaña por Venezuela al objeto del alcanzar el señalado acuerdo –tal como reza el memorándum entregado por el canciller Falcón Briceño en Londres y al referirse a la manida sentencia de París– es que “no fue una línea de derecho sino una de compromiso político”. “Venezuela respeta y se atiene a todas y cada una de las disposiciones del Tratado de Arbitraje de 1897”, agrega. “He expuesto cómo en el Laudo Arbitral de 1899 se desconocieron y se violaron las normas de Derecho de ese tratado”, recuerda el señalado canciller ante la Comisión Especial de la ONU reunida para conocer del asunto, en 1962.
La perspectiva original venezolana es, pues, esencialmente jurídica y no sólo transaccional. Tanto así que, sucesivamente, al ser presentado ante el Congreso de la República el milagroso acuerdo suscrito en el Lago de Leman –ese que nos saca las castañas del fuego luego de un atropello histórico casi irreversible– declara Iribarren Borges lo siguiente: “Venezuela propuso que se encomendara la función de escoger los medios a la Corte Internacional de Justicia… no habiendo sido aceptada esta propuesta por los británicos… [; dado lo cual] Venezuela propuso encomendar aquella función al secretario general de las Naciones Unidas”.
Sucesivamente, agrega Iribarren lo vertebral: “De acuerdo con los términos del artículo 4, el llamado Laudo de 1899, en el caso de no llegarse antes a una solución satisfactoria para Venezuela, deberá ser revisado por medio del arbitraje o el recurso judicial” (Ministerio de Relaciones Exteriores, Reclamación de la Guayana Esequiba, 1962-1981).
De modo que, encallar, sin más, en la tesis de la “solución práctica y recíprocamente satisfactoria”, obvia que esta fue una escala apropiada y útil para la política exterior y de Estado de Venezuela ante una ex Guayana británica atrincherada en que lo único debatible, de entrada, era la validez o no del Laudo de París. Por lo que, agotada y sin destino como se demostró tal solución, por obra del Acuerdo quedó abierta la otra fase, la del mandato otorgado al secretario de la ONU para que resolviese él, directamente, sobre la vía para la solución final de la cuestión del Esequibo. Por eso estamos en la Corte.
Sin embargo, hay quienes de buena fe insisten en la otra aporía insoluble, a saber, que habiendo resultado inviable el acuerdo entre las partes y, de suyo, abierta la compuerta que nos conduciría hasta la ONU y de aquí hasta La Haya, lo correcto es volver otra vez a la mesa fallida para que las partes se acuerden sobre el medio ya dispuesto por el secretario general.
La Corte Internacional de Justicia, en suma, fue siempre la carta que se reservó Venezuela dada la fuerza jurídica de nuestro reclamo. Ahora la queremos obviar, mientras nos solazamos en el jolgorio. Nada nuevo bajo el sol. Entre tanto avanza Guyana con frialdad y alega ante los jueces. Apuesta a nuestra ausencia y contumacia.
Asdrúbal Aguiar
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