La VII Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) celebrada en Argentina dejó un documento final de 111 puntos lleno de buenas intenciones, notorios saludos a la bandera y clarísimas contradicciones.
El debate político suscitado, sin embargo, fue más vivo y esperanzador que lo puesto en blanco y negro por los 33 miembros de la Celac.
El artículo tercero de la Declaración de Buenos Aires resume en tres líneas esas intenciones, saludos a la bandera y flagrantes contradicciones:
«Remarcamos nuestro compromiso con la democracia, la promoción, protección y respeto de los derechos humanos, la cooperación internacional, el Estado de Derecho, el multilateralismo, el respeto a la integridad territorial, la no intervención en los asuntos internos de los Estados, y la defensa de la soberanía, así como la promoción de la justicia y el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales».
Que se sepa, Cuba, Nicaragua y Venezuela suscribieron esto.
Y fue sobre la vigencia de la democracia, la protección de los derechos humanos y la promoción de la justicia que los presidentes de Uruguay, Paraguay, Chile y Colombia hicieron precisiones relevantes para que este foro se deje de mirar el ombligo y se sincere puertas adentro.
Preparada para recibir al presidente de Brasil, Lula da Silva, y quizás ungirlo como el líder que esperan las izquierdas latinoamericanas, la VII Cumbre reveló que hay otras voces –desde la izquierda, y la centro derecha– con argumentos y divergencias, y a su vez coincidencias entre ellas, de hondo calado.
El presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, lanzó una advertencia certera: «Cuidado con las tentaciones ideológicas en los foros internacionales, porque lo que sucede es que cuando cambie la ideología para un lado o para el otro, los foros se desvanecen».
Tentaciones ideológicas que se evidencian cuando todos los miembros de la Celac condenan el asalto de la ultraderecha contra las instituciones democráticas en Brasil y, a la vez, algunos miran para otro lado cuando se apunta a países miembros de la Celac que no respetan la democracia, ni las instituciones, ni los derechos humanos.
Es lo que Lacalle Pou llamó «hemiplejía ideológica», en clara diferenciación con lo dicho por el presidente de Argentina, Alberto Fernández, quien solo mira a la «derecha recalcitrante». Con los del signo ideológico similar se es permisivo y hasta se justifican sus graves transgresiones; con el contrario, se pone el grito en el cielo y se avista el fascismo.
En la misma línea de Lacalle anduvo Gabriel Boric, el presidente de Chile, que cuestionó la relativización que el espectro político concede a la vigencia de los derechos humanos. Boric, que no es santo del régimen bolivariano, llamó «crisis humanitaria» a lo que ocurre en nuestro país y se ofreció para encontrar una salida que permita realizar elecciones «libres, justas, transparentes y con supervisión internacional en el año 2024”.
Gustavo Petro, de puntillas por ciertos temas, abogó por un “pacto democrático” –¿no es eso la Carta Democrática de la OEA? – en el que tanto «las derechas como las izquierdas no crean que cuando llegan al poder es para eliminar a su contrincante hasta físicamente».
Mario Abdo Benítez, el presidente de Paraguay, sereno y preciso, recordó a sus pares, muchos de ellos tan propensos a buscar culpables fuera de sus fronteras, que «si miramos el pasado con rencor y odio no vamos a poder construir lo que más le importa a las nuevas generaciones» y sostuvo que el verdadero desafío de los gobiernos regionales es «garantizar la pluralidad política, la dignidad humana, la libertad de expresión, el respeto al Estado de Derecho y la separación e independencia de los poderes». Otra vez Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Abdo Benítez llamó la atención sobre nuestra diáspora de 7 millones de personas que no puede ser obviada y debe ser abordada y buscar una solución “si hablamos realmente de que nos preocupa la dignidad humana». Hay que superar la hemiplejia antes que nada.
El Nacional