El Día Internacional contra la Explotación Sexual y la Trata de Personas se celebra el 23 de septiembre desde 1999 y fue promulgado por la Conferencia Mundial de la Coalición Contra el Tráfico de Personas en coordinación con la Conferencia de Mujeres que tuvo lugar en Dhaka, Bangladés, en enero de ese mismo año.
Fue el 23 de septiembre del año 1913 cuando se promulgó la primera ley en el mundo contra la prostitución infantil. Fue en Argentina con la denominada «Ley Palacios», porque fue redactada e impulsada por el diputado socialista Alfredo Palacios.
En el año 2013 la Asamblea General de la ONU decretó el 30 de julio comoDía Mundial contra la Trata de Personas.
¿Qué es la trata de personas?
Consiste en la compra venta y explotación de niños y adultos, para diversos destinos como el tráfico de órganos, trabajos forzados, siendo la explotación sexual el destino más frecuente para niñas y mujeres.
Se estima que en el mundo, 1,8 millones de personas son víctimas de delitos de trata de personas para explotación sexual, una lacra que solo es equiparable al tráfico de drogas y de armas.
Los traficantes de personas se aprovechan de situaciones de pobreza, falta de educación, desastres naturales, guerras y otras circunstancias, para sustraer a los niños, niñas o adultos y venderlos a las mafias.
La explotación sexual afecta sobre todo a mujeres y niñas. Imagen de Marcello Migliosi
Las crisis migratorias han sido aprovechadas por las redes delictivas para actuar contra los más vulnerables. Los traficantes abusan cada vez más de los sistemas de asilo. Por ejemplo se ha observado un aumento de casos de desapariciones de niñas y mujeres nigerianas que parten desde Libia buscando una vida mejor, y que han podido ser destinadas a explotación sexual.
diainternacionalde.com
La aceleración de las transformaciones en el medio ambiente reclama decisiones atrevidas de los gobiernos
La crisis climática se agrava más allá de los pronósticos de los expertos: este ha sido el aviso de la ONU. Si los Estados no incrementan sus compromisos de reducción de emisiones se superará el aumento de 1,50 de temperatura media en el planeta, algo que pretendía evitarse con el Acuerdo de París. El parón económico que supuso la pandemia no ha frenado las emisiones de gases de efecto invernadero e incluso hoy las previsiones calculan que crecerán un 16% hasta 2030, de acuerdo con el sexto informe del IPCC, con un incremento de la temperatura de hasta 2,70.
Es preferible no rebajar la gravedad de las cifras: se están cumpliendo los peores escenarios que los científicos preveían y sucede antes de lo que se esperaba. En cierto modo, el planeta entra en terreno desconocido, y sin demasiadas certezas sobre su evolución futura.
Seguramente, estamos ante el mayor desafío que tiene ante sí la humanidad, pero la población parece haber interiorizado esta nueva circunstancia. Según un reciente estudio de Pew Research, realizado en 17 economías avanzadas de Europa, América del Norte, Asia y Pacífico, el 80% de la ciudadanía está dispuesta a asumir cambios en su forma de vida para acelerar la transición ecológica. Las dudas se centran en la efectividad que puedan tener los nuevos hábitos y en el valor real del compromiso de los esfuerzos internacionales.
Ante el nuevo escenario, la responsabilidad cae decididamente del lado de la política y la determinación con que se afronte la transición. Ya no nos preguntamos por el qué hacer, sino por el cómo hacerlo, dada la extraordinaria complejidad que entraña cada decisión y cada movimiento. También en España estamos empezando a constatar las dificultades de pasar de las musas al teatro. Existe abundante evidencia de la necesidad de reducir el consumo de carne en la dieta, pero también resulta patente la necesidad de estudiar con detalle las posibilidades del sector, fomentar las prácticas más sostenibles y ayudar a la reconversión de quienes generan mayores impactos. Solo a través de la llamada “transición justa” podrá combinarse a la vez la garantía de la sostenibilidad y el compromiso de la ciudadanía con las medidas que exige.
Algo parecido ocurre con la energía. El paso del actual modelo energético a uno basado en las renovables obliga a repensar el sistema en su conjunto. Europa tiene un grave problema de dependencia del gas que está pagando carísimo y que, junto con el incremento especulativo del precio de los derechos de emisiones de CO2, puede comprometer la recuperación económica. Por otro lado, conforme el autoconsumo avance, la estructura económica del sector cambiará notablemente. La transición energética tendrá que responder a un modelo que satisfaga las exigencias medioambientales, pero también económicas y sociales.
Vencer viejas inercias parece condición necesaria para imprimir una velocidad más al proceso. El principal desafío de la crisis climática no es, de hecho, ni científico ni tecnológico ni económico. Lo que la lucha contra la crisis climática necesita hoy es una extraordinaria habilidad política para articular la transición necesaria y hacerlo sin generar un reguero de víctimas colaterales de una causa común.
Editorial El País