En la misma medida que la dictadura acelera, exhibe y refuerza su ofensiva represiva contra los venezolanos, a la misma velocidad (o quizá con mayor intensidad) se debilitan los focos organizados por los sectores democráticos y decae su presencia activa dentro de los núcleos que se rebelan día a día contra las arremetidas que pone en práctica la dictadura y sus activísimos cómplices civiles y militares.
Todos ellos cultivados y abonados con persistencia y esmeros –dignos de mejor causa– con los dineros de los negocios de la corrupción, o del cobro regional y municipal de comisiones en peajes y alcabalas, del reparto militante de alimentos en los barrios y del dinero recabado en “labores profesionales de protección personal o de establecimientos comerciales o industriales” por parte de los colectivos oficialistas.
Venezuela se ha convertido progresivamente, con la anuencia de usurpador, en una “gigantesca economía de mercado negro” (ojo, sin ánimo racista), un negocio aparentemente “humanitario” que comenzó hace 20 años con la entrega a un general de confianza de Hugo Chávez del manejo de la distribución y venta de alimentos de la dieta básica para los sectores más pobres, con el argumento (repetido hasta el hartazgo) de que los comerciantes mayoristas y minoristas “encarecían el costo de la vida” mediante el acaparamiento y la especulación con los artículos de primera necesidad.
Si bien a este general lo apartaron del cargo y de su rango en la Fuerza Armada, en una ceremonia nocturna y semisecreta, y luego se le abrió un juicio que, como era de esperar todavía no termina, ni terminará nunca, lo cierto es que fue un alerta al cual no se le supo dar importancia histórica porque la propaganda oficial lo hizo aparecer como “un caso aislado” y, por desgracia, no lo fue. Lo que en verdad indicaba ese pequeño tumor era el inicio de una metástasis que hoy, 20 años después, se ha convertido en realidad y afecta a todo el país.
Basta con revisar esta crisis de la gasolina y su desarrollo etapa por etapa. Una señal por demás extraña fue el cierre progresivo de las estaciones de gasolina que, una a una, fueron cesando sus actividades como si alguien en el país hubiera tomado la decisión de reducir el parque automotor, o prohibir el uso de automóviles, camionetas, autobuses y busetas particulares, y alentar el uso de motocicletas (chinas por lo demás). Pero nada más lejos de la verdad y hasta de la fantasía más enloquecida: ocurrió que la gasolina se empezó a regalar, convirtiendo a Venezuela en el primer país en la historia que regalaba ese combustible a cualquier hijo de vecino que pasara por allí.
Era algo tan loco que los estupefactos conductores, como si fueran pistoleros de un western del lejano oeste, intentaban desenfundar su cartera para pagar como un acto reflejo y no les quedaba más remedio que, como si fuera una penitencia religiosa, dejar una propina (ojo, no exigida) a los empleados que llenaban su tanque. Desde luego, nadie en su sano juicio se tragaba, de buenas a primeras, tanta generosidad de parte de quienes han hecho del enriquecimiento personal y familiar la principal preocupación del régimen.
A los ciudadanos les preocupaba esta jugada inesperada, en especial porque nada bueno puede venir de estos especialistas en destruir la economía nacional, hundiendo de paso el ya deteriorado nivel de vida de los ciudadanos.
La incógnita se despejó con la llegada de la gasolina desde Irán y el enredadísimo esquema de pagar y surtir que trató de explicar y no pudo, y menos El Aissami, el ministro plural, en una segunda jornada. Finalmente y visto que las colas continuaban impertérritas, crecía el descontento y que los militares que custodiaban las estaciones de gasolina mostraban en sus rostros una satisfacción muy parecida al antiguo afiche de “Yo vendí al contado”, pues se decidieron a cambiar el esquema: las gasolineras que cobraban en dólares estarían abiertas 24 horas continuas.
Santa palabra y bendita decisión, que hizo amainar las quejas de los usuarios y bajó la ira popular, pero desinfló los bolsillos de los uniformados que custodiaban los surtidores. Y es que, como bien lo dijo el llamado usurpador, la gasolina iraní había que pagarla a los ayatolas en verdes dólares y no en bolívares rojitos. Con el anterior esquema muchos dólares se estaban quedando en el camino y no llegaban a la cúpula, perdón, a eso que llaman el Tesoro Nacional, o más bien su tesoro personal.
De todas maneras, siguen floreciendo nuevas formas de alimentar este recién inaugurado “mercado negro” (nacido de las dolorosas ruinas de nuestras refinerías) porque ello es consustancial con la naturaleza del régimen, con sus altos funcionarios y sus apoyadores de oficio. Los verdaderos perdedores, además de los consumidores, son los humildes empleados que equilibraban sus miserables sueldos con las propinas y que, al no existir papel moneda, se contentaban con un paquete de harina pan o un refresco de cola, eso sí, con azúcar incorporada. Nada de exquisiteces.
Editorial de El Nacional