Cuando hay un proceso en desarrollo y, de pronto, no manifiesta continuidad, se habla de una situación de punto muerto. Las cosas se han venido moviendo pero, inesperadamente, dejan de hacerlo para convocar a la sorpresa de los espectadores y, desde luego, a su decepción. ¿Cómo es posible que, del movimiento del pasado reciente, pasemos a una inacción y a una parálisis sin relación con el dinamismo de la víspera?, es una pregunta que se viene haciendo en estos días posteriores a anuncios y promesas que parecían al alcance de la mano en el primer capítulo de la lucha contra el usurpador.
Pero se trata de un reclamo infundado, debido a que solo vemos lo que está en la superficie y, por lo tanto, se nos escapa lo que no se observa a simple vista. Los procesos tienen desarrollos que se ofrecen a la mayoría de los miembros de una colectividad para que los acompañen y los hagan suyos. Sus voceros los entregan a la multitud para que formen parte de ellos con su imprescindible entusiasmo. En consecuencia, se despliega una sensación de dinamismo y la idea de la participación en un movimiento incontenible que está muy cerca de alcanzar sus objetivos.
Solo que, cuando el objetivo no es tan fácil de capturar, obliga a la variación de los caminos para asediarlo con mayor eficacia. Sucede entonces una mudanza del panorama anterior, es decir, un cambio de velocidad y aun el asomo de rutas que parecen excesivamente escarpadas, o alejadas del coraje cívico, si se comparan con las probadas antes. ¿Quiénes se ocupan de trazar las variantes del itinerario? Los mismos que habían planeado el anterior, obligados por la necesidad de meterle mejor el ojo a la meta que no parece tan accesible como parecía en el primer intento de llegar a ella.
En la medida en que las variaciones comienzan a imprimir un ritmo distinto de ataque, o proponen conductas colectivas sin mayor relación con las de antes, toma cuerpo la sensación de que se perdió la labranza hecha entre todos, porque la han reemplazado esfuerzos ineficaces o, mucho peor, porque el liderazgo se ha vuelto timorato. Por fortuna, son apreciaciones sin fundamento, porque el plan contra la usurpación continúa a través de decisiones que no son como las que la precedieron, sino sus hijas buscando mejor derrotero.
Nada inhabitual, por cierto. Ha sucedido así en todos los combates contra las dictaduras, ninguno guarnecido por lechos de rosas que acompañan las facilidades del sendero. No hay tales facilidades, sino el crecimiento de desafíos a los cuales conviene dar la vuelta con la mayor responsabilidad y sin los requerimientos del apuro. Tal vez no se observen a vuelo de pájaro, como se sugirió antes, pero son propuestas de nuevas pautas para la acción. A eso es a lo que usualmente se llama punto muerto, o a lo que se achaca un aparente cese de actividades que puede conducir a desilusiones colectivas, pero realmente es un viraje que debe abrir un capítulo prometedor en el cumplimiento del cometido.
Editorial de El Nacional