El mundo de la ópera pierde a una de las más grandes y más queridas sopranos de todos los tiempos
Una breve nota anónima anunciaba el 5 de enero de 1962 “un importante estreno, el de la ópera de Richard Strauss Arabella, novedad absoluta en España”. Y su tercer párrafo comenzaba así: “Con el estreno de Arabella se presentará una soprano barcelonesa de fama internacional: Montserrat Caballé”, añadía la información de La Vanguardia. Curtida en los repertorios alemán e italiano en el Teatro Municipal de Basilea y en la Ópera de Bremen, Caballé hacía por fin, con 28 años, el 7 de enero de 1962, el que sería su debut triunfal en Barcelona, su ciudad natal, donde falleció ayer a los 85 años después de varios episodios encadenados de una salud cada vez más frágil que la confinaron las últimas semanas en el hospital Sant Pau.
El Gran Teatre del Liceu, que acogió aquel debut, se convertiría en su segunda casa durante décadas y la adoptó de inmediato como una de sus hijas predilectas. Ahora que la soprano acaba de dejarnos, parece más pertinente que nunca recordar generosamente algunas de las frases sobre aquella jornada histórica —la primera interpretación de un nuevo papel o la presentación en un importante teatro de los cantantes realmente grandes quedan inscritas para siempre como jalones imperecederos en la historia de la ópera— escritas en tono profético por el compositor y crítico Xavier Montsalvatge en su crónica del estreno: “Es admirable que Montserrat Caballé, formada artísticamente en el Conservatorio del Liceo, haya escogido para su primera manifestación ante nuestro público una obra tan tremendamente difícil que le obligó a emplear a fondo sus mejores facultades, sin contar con la compensación de los aplausos que podían haberle procurado una Bohéme, una Tosca o cualquier ópera italiana, con la que ha encandilado repetidamente el entusiasmo de muchos públicos”. Y añadía: “Su voz es clara, limpia, de un timbre que, sin ser penetrante, puede traspasar sin dificultad esta especie de ‘barrera del sonido’ que es la orquesta de Strauss, que se interpone entre los cantantes y el auditorio. Debe ser por la confianza que tiene la artista en el volumen de su voz que a veces la emplea con circunspección, complaciéndose en los pianos, en sutilizar el fraseo, cosa que, si bien le permite conseguir inflexiones expresivas de una belleza extraordinaria, la aproxima demasiado a los timbres orquestales, con los que llega a confundirse (como quizá hubiese deseado Strauss). Montserrat Caballé es una gran intérprete, no solamente, por la clase de su voz, sino también por haber superado todo cuanto necesita dominar una cantante de ópera. Su dicción es de una musicalidad exquisita. Se mueve en la escena con aplomo, sobriedad y calma, pero jamás inexpresivamente. El espectador tiene la sensación de que ve y escucha una artista formada en la mejor escuela de canto, poseedora de una experiencia de las tablas considerable. ¡Qué agradable comprobar que esto lo ha conseguido una artista nuestra en plena juventud!”.
A partir de entonces se sucedieron rápidamente los hitos: la sustitución in extremis de Marilyn Horne en una versión de concierto de Lucrezia Borgia en el Carnegie Hall de Nueva York en 1965; el debut en la Metropolitan Opera ese mismo año como Marguerite en Faust de Gounod junto a un también debutante Sherrill Milnes; la Norma en el Teatro alla Scala y la Ópera de París en 1972 y, sobre todo, la que cantó, desafiando con arrojo a los elementos, en el Festival de Orange dos años después, con un estatus legendario; o su Adriana Lecouvreur en el Met junto a José Carreras y Fiorenza Cossotto y dirigida por Jesús López Cobos en su propio debut neoyorquino.
Con el paso de los años, Caballé demostró ser capaz de cantarlo prácticamente todo
Y, al margen de los escenarios, empezó asimismo, rodeada de los mejores colegas, un larguísimo rosario de grabaciones discográficas que se convirtieron muy pronto en referencias ineludibles. Cuatro botones de muestra: Turandot con Luciano Pavarotti, Joan Sutherland y Zubin Mehta; La bohème junto a Plácido Domingo y Georg Solti; Don Carlo, también con Plácido Domingo, Shirley Verrett y Carlo Maria Giulini; Roberto Devereux con su amigo José Carreras y Julius Rudel.
Montserrat Caballé interpreta a Luisa Miller junto al barítono Sherrill Milnes, en el Metropolitan Opera de Nueva York, en 1968.ARCHIVE BETTMANN
Con el paso de los años, Caballé demostró ser capaz de cantarlo prácticamente todo, desde el repertorio belcantista que exploró con infinita avidez y curiosidad, y que es quizás el que mejor se avenía a sus condiciones vocales, hasta los papeles verdianos de más peso, los grandes títulos veristas y algunas óperas straussianas, que ella imbuía de un desmedido lirismo. En la primera parte de su carrera, gracias a una voz, una técnica y una expresividad excepcionales, fue una intérprete inigualable de lo que Rodolfo Celletti llamó “el ejemplo de soprano de voz angelical del repertorio prerromántico”. Caballé encarnó entonces, en muchos sentidos, el arquetipo de cantante (y de persona) que resultaba fácil contraponer a Maria Callas. Desafuero expresivo (y vital) frente a la técnica considerada como prima inter pares (y una vida sin sobresaltos), nervio escénico frente a estatismo, carne versus espíritu, en Caballé primaba el canto considerado como una entidad propia, pura, abstracta, casi un elevado ideal platónico que ella se obstinaba en convertir en realidad tangible (y audible).
Requerida por los mejores teatros de todo el mundo, archipremiada, volcada con denuedo como una sacerdotisa en la religión de su arte, Caballé hizo puntuales incursiones en territorios no clásicos
Familiar, muy apegada a su ciudad (“el regalo más grande que me ha hecho el Liceo, y no se rían, ha sido contratarme siempre por Navidad”, declaró a este periódico en 2012, cuando el teatro de las Ramblas recordó con una exposición el medio siglo transcurrido desde aquella juvenil Arabella) e incesantemente requerida por los mejores teatros de todo el mundo, archipremiada, volcada con denuedo como una sacerdotisa en la religión de su arte, Caballé hizo puntuales incursiones en territorios no clásicos, el más famoso de los cuales fue su sorprendente y empática colaboración con Freddie Mercury, con quien hizo la apología más eficaz que quepa imaginar de Barcelona como ciudad abierta e internacional. Pocos meses antes de los Juegos Olímpicos de 1992, Caballé recibía con varios de sus colegas (Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza, José Carreras, Pilar Lorengar, Alfredo Kraus y Plácido Domingo) el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, que reconocía a una generación áurea del arte lírico español que ayer se ha quedado un poco más huérfana.
La soprano catalana también traspasó lindes que hubiera hecho mejor en no cruzar, afrontando papeles poco compatibles con sus cualidades vocales y su personalidad artística, como aquella Isolde que cantó en Barcelona y Madrid en 1989. Pero su voracidad artística no conocía fin, aunque ni siquiera una voz superdotada como la suya pudo ser inmune al desgaste del tiempo y al declive físico, de ahí que sus últimos años en activo, a menudo arropada por su hija Montserrat Martí, también soprano, mostraran una inevitable decadencia. Ella, sin embargo, proclive a una risa fácil y sonora, hija de una simpatía jamás impostada, felizmente atrapada en el único tipo de vida que amaba y conocía, quiso seguir ofreciendo su arte hasta el final. Aunque lo era a su peculiar manera (¿qué gran soprano no lo es?), declaró en 1994 que “no me siento como una diva. Me siento como una persona que ha dedicado toda su vida a la música que amo. Tratando de servir a la música lo mejor que he podido y de dar al público la voz con la que nací”.
Una voz milagrosa y omnímoda, pura plata de ley, que ahora, aunque cueste creerlo, acaba de entonar su último filato, ese recurso expresivo en el que la voz se adelgaza progresivamente hasta volverse un hilo casi incorpóreo, del que fue una maestra indiscutible y que tanto le gustaba prodigar en sus interpretaciones. El hilo de Montserrat, que nos guio por tantos y tan hermosos laberintos, se ha quebrado para siempre.
El País
Luis Gago