No es fácil seleccionar dos señales a través de las cuales pretenda la dictadura anunciarnos que tiene la sartén por el mango y que la batirá a su gusto y solo de acuerdo con los intereses de su hegemonía. Cada semana nos abruma con anuncios preocupantes, con amenazas que ya forman parte de un paisaje ominoso. Sin embargo, el asesinato y el sepelio de Oscar Pérez y de quienes lo acompañaban en El Junquito, unido a las amenazas que antes profirió Maduro contra unos obispos, deben destacarse como tenebrosas evidencias de iniquidad y de ausencia de misericordia.
Esa palabra, misericordia, tal vez sea la virtud que más necesite hoy Venezuela, y que más se extrañe en medio de los horrores de la actualidad. Cuando el dictador ataca a los obispos envía una señal oscura que nos debe poner en guardia porque ¿qué hicieron los obispos, para merecer la insólita excomunión del dictador? Clamaron desde el púlpito por el bienestar de su feligresía, llamaron la atención para pedir rectificaciones urgentes. ¿Cómo respondió el dictador desde el altar del socialismo del siglo XXI? Pidió ante la prostituyente que se les aplicara la “ley contra el odio”.
¿Y qué hizo Oscar Pérez, antes de su inmolación? Alzó su voz mediante un acto de rebeldía contra el régimen. Desde luego, no actuó con la humildad de los prelados porque no lo es; pero sus acciones, en una república respetuosa de la legalidad y de la dignidad de sus gobernados, no eran susceptibles de la respuesta inhumana y violenta que tuvieron. Tampoco sus familiares y sus allegados, inocentes del todo de los hechos que se perseguían, mientras no se demuestre lo contrario, y sujetos a la soberbia y a la prepotencia de un régimen que entregó los cadáveres inmolados cuando se le antojó y dispuso sepelios alejados de los hábitos cristianos que predominan entre nosotros.
Ahora la dictadura ya no puede exhibirse como adalid del diálogo con los representantes de la MUD ni como puente para un entendimiento nacional. Es evidente que los dos hechos comentados ahora chocan con la alternativa de los avenimientos. Insultar obispos y asesinar oponentes a mansalva no congenia con la posibilidad de lograr acuerdos conducentes a situaciones de transición. La violencia y el rencor no se llevan con las supuestas ganas de fraternizar que exhibe un gobierno mentiroso cada vez más apegado a mostrar sus colmillos sedientos de sangre.
Pero la tragicomedia no cesa: ayer el señor Maduro reveló, para gran susto de los venezolanos, que no se quiere ir de Miraflores, que desea en los próximos seis años culminar su magna obra de destrucción de lo poco que queda en pie en Venezuela. No se trata de un chiste –¡ojalá lo fuera!– sino de una amenaza concreta: “Si el PSUV, si las fuerzas del GPP (…) si la clase obrera, la juventud cree que yo debo ser el candidato presidencial de la patria (…) yo estoy a la orden de la candidatura presidencial”, aseguró.
Como el más famoso cuento corto siempre citado: “Al despertar, Maduro seguía allí”. Una pesadilla que, como una muñeca rusa, guarda en su interior todas las pesadillas venezolanas.
Editorial de El Nacional