El presidente, Emmanuel Macron, debe decidir en las próximas semanas si construye el aeródromo de Notre-Dame-des-Landes y expulsa a los ocupantes de los terrenos
MARC BASSETS
Manifestantes en apoyo del aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes en diciembre de 2017. BERTRAND GUAY AFP
Parece el escenario de un sueño: el sueño de otro mundo posible. O de una pesadilla postapocalíptica. La carretera desfila durante cinco kilómetros entre el bosque. Es aconsejable circular despacio. Enseguida aparecen los obstáculos. Una camioneta abandonada. Neumáticos. Bloques de piedra. Una cabaña de madera. La D-281 tiene un aire fantasmagórico. De repente aparece, no se sabe de dónde, un hombre. Se planta en medio del asfalto. Observa al visitante, que ha bajado un momento del automóvil. No habla. Responde con gestos.
La carretera de las chicanes, como se le conoce, es el punto central, o como mínimo el más pintoresco, de estas 1.600 hectáreas de bosques y campos al norte de Nantes. Aquí se escenifica una batalla ideológica que moviliza desde a los campesinos locales hasta al presidente de la República. Emmanuel Macrondebe decidir antes de final de mes qué hacer: construir en estos terrenos un gran aeropuerto que lleva discutiéndose desde los años sesenta, o abandonarlo y ampliar el actual, más pequeño, en Nantes.
Para los centenares de activistas que desde hace años ocupan estos terrenos, la batalla para frenar el aeropuerto se ha convertido en un ensayo de utopía autogestionada y democrática de base. Otros ven, en este idilio de cabañas, granjas y roulottes esparcidas entre los pastos y los árboles, un espacio sin ley, un territorio donde se mezclan soñadores bienintencionados con violentos antisistema, un lugar donde la República ha sido incapaz de imponerse, o no lo ha intentado de veras, un freno para el desarrollo de la región.
Manifestantes en apoyo del aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes en diciembre de 2017.LOIC VENANCE AFP
“Aquí el Estado ya no tiene el control que tiene en el resto del territorio francés”, dice uno de los cerca de 300 ocupantes de los terrenos donde debería construirse el aeropuerto. Este activista de 40 años rechaza identificarse con nombre y apellidos. “Hablamos como un colectivo”, justifica. “No tenemos ganas de encarnarnos como portavoces”. Como muchos, se hace llamar Camille (Camilo, o Camila): el pseudónimo sirve tanto en masculino como en femenino.
El proyecto ocupa los debates locales desde hace más de 40 años. Las insuficiencias del viejo aeropuerto de Nantes, demasiado próximo a la ciudad y con una sola pista, llevaron a los notables locales a idear un gran aeropuerto, un poco más alejado, que conectaría la región del llamado Gran Oeste francés, secularmente apartada de las rutas de comunicación europeas, con el mundo. En 1974 se declararon zona de planificación prioritaria (ZAD, por sus siglas francesas) los terrenos agrícolas al sur del pueblo de Notre-Dame-des-Landes (Nuestra Señora de las Landas). Esto significaba que quedaban protegidos para poder construir ahí en el futuro, y los poderes públicos se reservaban su adquisición de manera preferente.
Tras décadas de vaivenes, el proyecto tomó un nuevo impulso a principios de los 2000. A la movilización de algunos habitantes locales se unieron a partir de 2009 activistas que progresivamente se instalaron allí y transformaron las iniciales ZAD en zona a defender. Ahora les llaman los zadistas, una extraña coalición.
EL COSTE DE LAS SOLUCIONES
Los expertos designados por el Gobierno francés cifran en un informe el coste de cada una de las soluciones para desatascar el conflicto por el aeropuerto del Gran Oeste. Construir Notre-Dame-de-Landes, en una zona rural y alejada de la ciudad, costaría unos 730 millones de euros. El aeropuerto podría inaugurarse entre 2023 y 2025. Renunciar a este proyecto y optar por remodelar y ampliar el actual aeropuerto de Nantes, situado cerca del centro de la ciudad y en una zona urbana, costaría entre 365 y 460 millones de euros, según los expertos, pero a esta cifra habría que añadir la indemnización a la empresa constructora del nuevo aeropuerto, Vinci.
“Hay tres tipos de zadistas”, cuenta Alain Mustière, presidente de la asociación Alas por el Oeste, favorable al aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes. “Primero, los agricultores tradicionales. Segundo, los bobós[burgueses bohemios]: personas que vienen a hacer agricultura, gente simpática, un poco soñadora. Y tercero, los violentos”.
“¡Un periodista! ¿Lo quemamos? ¿O lo metemos en cámara frigorífica?”, bromea nada más abrir la puerta de una casa en medio del campo Jean-Joseph Hertz, un activista veterano —tiene 53 años— y uno de los pocos que accede a dar su nombre completo. Dentro, un grupo de hombres y mujeres despedaza una vaca, un ejemplo de la agricultura autosuficiente que se practica aquí. Ofrecen vino al visitante. “He aquí nuestras armas”, sonríe Hertz, enseñando un trozo de carne.
Otro zadista, reacio a dar su nombre, apunta: “Si los polis vienen, nos defenderemos, pero somos un movimiento social: no somos ETA, no somos un movimiento armado. Cuando dicen que tenemos armas, lo hacen para penalizar el movimiento social”.
La posibilidad de una nueva evacuación, tras los choques con la policía en 2012, está en la mente de todos. Macron tiene en la mesa un informe, presentado en diciembre por tres mediadores designados por el Gobierno, que sugieren como alternativa al nuevo aeropuerto ampliación del aeropuerto de Nantes. Aunque no se construya Notre-Dame-des-Landes, los zadistas quiere continuar en la zona y el Gobierno francés ya ha indicado que los quiere echar. Por la fuerza si es necesario.
La batalla va más allá del aeropuerto y la conexión global del Gran Oeste o la preservación de un pedazo de naturaleza casi intacta. Afecta al modelo de desarrollo: ¿conviene lanzarse a construir un aeropuerto, otro más, en tiempos de lucha contra el cambio climático? ¿no son los aeropuertos infraestructuras del siglo XX? Y al modelo político: ¿puede un Estado democrático resignarse a no controlar una parte de su territorio y a ver abortado un proyecto respaldado por la mayoría de cargos electos locales, y refrendado en una consulta por los habitantes del departamento de Loira-Atlántica?
En Notre-Dame-des-Landes se concentran dos poderosos mitos franceses: el de Astérix y el pequeño poblado que resiste ante el imperio lejano, y el de la República igualadora y el Estado como medida de todas las cosas.
“Yo les llamo terroristas”, dice Joël Sauvaget, dirigente pro-aeropuerto en Saint-Aignan-de-Grandlieu, un pueblo a 35 kilómetros de Notre-Dame-des-Landes, y limítrofe con el aeropuerto actual de Nantes. ¿Terroristas? “Un terrorista rechaza el Estado de derecho en el que vive”. Es jueves por la noche y un centenar de vecinos, entre ellos Sauvaget, se ha reunido en el auditorio. Hay unanimidad a favor de cerrar el aeropuerto de Nantes y construir el de Notre-Dame-des-Landes.
El ruido de los aviones forma parte del paisaje de Saint-Aignan-de-Grandlieu y los pueblos cercanos. Nadie se acostumbra, dicen los vecinos. El ruido retrasa el aprendizaje de los niños en las escuelas, dicen, y hace bajar el precio de la vivienda. Y cuanto más aumente el tráfico más se deteriorará la calidad de vida de este pueblo próspero y bien equipado. Se habla, en caso de ampliación, de “recortar” el campanario, demasiado alto por su cercanía a la pista de aterrizaje.
La discusión sobre Notre-Dame-des-Landes adquiere a veces un vuelo político, filosófico, casi metafísico —qué modelo de desarrollo, qué democracia, qué humanidad— pero a veces hay que bajar a la tierra. Porque toda política es local, como dijo Tip O’Neill, que fue jefe de la Cámara Representantes de Estados Unidos. Local y práctica, podría añadirse. La discusión que agita Francia estos días consiste, al final, en quién tendrá que escuchar los ruidos de los aviones en los próximos años, quién vivirá mejor o peor, quién encontrará su pequeña utopía habitable.
EL PAÍS