Desde que el gobierno bolivariano adoptó su estrategia de largo plazo para justificar el progresivo desmontaje de la democracia en Venezuela y su reemplazo por un régimen dictatorial, los nuevos dueños del poder centraron su mirada en la manipulación del voto mediante artimañas tecnológicas de nuevo cuño.
Estaba claro que ya estaban agotadas las vías electorales de la mal llamada cuarta república y que el descrédito de la democracia representativa podía no ser algo pasajero.
Los militares bolivarianos entendieron que la anterior práctica de las elecciones por tarjeta, colores y campañas de recolección de votos significaba una gran pérdida de tiempo y esfuerzo, que terminaba inevitablemente en pequeños o medianos avances. El grupo de civiles y militares que ambicionaba el poder buscaba avanzar lo más rápido posible hacia un control total de los mecanismos de votación y del escrutinio de los votos.
Estaban temerosos de que la ola de desencanto político y partidista que los había colocado al frente del descontento popular pudiera perder su empuje inicial y dejarlos varados a mitad del camino. No en vano miraban las cifras de votos obtenidos en las elecciones que habían ganado gracias a un vacío en el entusiasmo de los votantes a la hora de acudir a los centros electorales. Si esto no hubiera ocurrido la realidad hubiera sido otra muy distinta, ya que la abstención se había impuesto por amplio margen. Los bolivarianos eran entonces apenas una segunda alternativa en crecimiento.
Sin contar con un partido bien estructurado, sin experiencia en este tipo de batalla de largo alcance y sin un estado mayor de primera clase, los bolivarianos atacaron el eslabón más débil del sistema: el funcionamiento del aparato institucional electoral, bastante deteriorado debido a las insistentes y brutales críticas de los propios partidos, formuladas luego de cada elección. Cambiar el modelo manual, maquillarlo de modernidad y darle apariencia de invulnerabilidad, gracias las nuevas tecnologías, iba a ser el corazón motivacional de la nueva República que íbamos a elegir de manera limpia y rápida, sin el sospechoso suspenso que envolvía al país luego de cerradas las urnas.
En esos días se popularizó una corriente de opinión que defendía “el voto automatizado”, una de las tantas “aberraciones tecnológicas” inventadas para ocultar que el verdadero problema no era la votación manual ni el escrutinio posterior, sino el sistema electoral en su totalidad. Desde luego a Jorgito Rodríguez no le interesaba ir más allá de aprovechar la oportunidad de negocio que ello significaba.
Y hasta allí duró lo que el gobierno calificaba como “el sistema de votación más avanzado del mundo. Un compendio de laptops, módems, captahuellas, terminales de votación, centros de totalización, satélites, entre otros artilugios” adquiridos para que los ciudadanos ejerzan un acto tan básico como votar.
Hoy, cuando el ciudadano común acuda a votar o se quede cómodamente en su casa (da lo mismo), deberíamos reflexionar por qué unas simples elecciones municipales se han vuelto tan complicadas y cada vez más vulnerables.
Editorial de El Nacional