Ante la pregunta ¿en qué consiste el legado de Chávez?, no tengo duda en contestar: en haber instaurado un ejercicio de la política y del poder basado en el odio. Chávez ha quedado inscrito en la historia contemporánea de Venezuela como el autor principal y agitador de la política del odio.
Cuando hablo de política del odio me refiero a hechos concretos. En primer lugar, a sus recurrentes expresiones de odio –perdone el lector la redundancia, pero es inevitable–, de desprecio y descalificación de prácticamente todos los sectores de la sociedad, a lo largo de los años. Desde que, siendo todavía candidato, dijera que freiría en aceite hirviendo las cabezas de los dirigentes de Acción Democrática, vilipendiar, injuriar, descalificar e infamar a quienes no le apoyaban adquirió categoría de política de gobierno. Están registradas y clasificadas casi 2.000 intervenciones públicas en las cuales ejerció la que fue su única y recurrente voluntad: denigrar al otro, deformar la realidad.
Chávez ya está inscrito en la historia por su modo de referirse a los demás: escuálidos, pitiyanquis, lacayos del imperio, imbéciles, etcétera. Curiosamente, el protagonista de un golpe de Estado descalificaba a los demás llamándoles “golpistas”. Los ejemplos son miles: a los miembros de la Conferencia Episcopal les llamó “demonios, estúpidos, vagabundos”. Cuando perdió el referéndum de diciembre de 2007, su odio destiló en una frase: Victoria de mierda. En decenas de oportunidades, calificó a periodistas, empresarios, sacerdotes y dirigentes políticos de arrastrados. A Condolezza Rice la llamó analfabeta. Y así, una y otra vez, en una cadena de insultos sin final.
Pero esta práctica sistemática de denigración verbal estuvo siempre acompañada de otras formas específicas de odio: Chávez convirtió a los disidentes en enemigos, y la exclusión, en política de Estado. La llamada lista de Tascón está en el epicentro de decisiones que, en todos los niveles de la administración pública, afectaron la vida real de millones de familias en todo el país: perdieron sus empleos, sus propiedades y sus derechos, perseguidos por un poder especializado en excluir y humillar.
Las bandas paramilitares; los ataques, con muertos y heridos, a las marchas de los ciudadanos demócratas; la frase “las FARC no son un grupo terrorista”; los presos torturados y aislados; las torturas a los familiares de los presos políticos, a quienes castigan con la práctica sistematizada de los traslados ocultos y la desinformación; la impunidad de la que gozan los uniformados que disparan, matan y hieren a quienes protestan desarmados; el asalto a las instituciones y a los dineros públicos, todas son creaciones de Chávez y de sus seguidores.
El que la fraudulenta, ilegal e ilegítima asamblea nacional constituyente anuncie una ley contra delitos de odio, intolerancia y violencia, no es sino un refinamiento de esa política del odio. No es un juego de palabras. Lo que la ley propone, en su fondo, es esto: legitimar su odio. Impedir que los ciudadanos se defiendan del odio del poder. Amarrarlos. Impedir que protesten. Callarlos. Convertir a Venezuela en una especie de paredón mudo, donde los ciudadanos queden expuestos a la voluntad omnipotente de Maduro y su régimen: que reciban los ataques, los golpes, el hambre, la enfermedad y la muerte, pero en total silencio. Con la cabeza gacha.
Que la fraudulenta, ilegal e ilegítima asamblea nacional constituyente se proponga ahora juzgar a los diputados y dirigentes políticos de las fuerzas democráticas, bajo la acusación de traición a la patria, no es sino una extensión, una ratificación de su odio insaciable. El régimen descarado –traidor sin atenuantes que ha entregado las riquezas del país y la soberanía de Venezuela al régimen cubano– quiere, además, asegurarse su impunidad: quien formule denuncias sobre la situación permanente de violación de los derechos humanos –que son delitos de carácter universal, al alcance de leyes internacionales– podría ser enjuiciado por “traición a la patria”, es decir, por oponerse a la política del odio.
El lector no debe olvidar nunca esto: que la existencia misma de la asamblea nacional constituyente, fraudulenta, ilegal e ilegítima no perderá esa condición. Nunca será legal ni legítima. Los señores y señoras que la integran no representan a la sociedad venezolana. Cada una de sus actuaciones es delictuosa. Cada una de sus decisiones, ilegales e ilegítimas. Sobre una serie de delitos que condujeron a su instalación, cada día se suman otros. Es el juego perverso del odio: cada línea producida por esa ANC es, ni más menos, un expediente en su contra. Por ello deberán responder ante tribunales legítimos. Muy pronto.
Editorial de El Nacional
@miguelhotero
Miguel Henrique Otero