Cuesta imaginarlo pero ya se cumplen diez años del ahorcamiento de quien fuera el último dictador militar de Irak, Sadam Husein, y decimos el último porque los demás que han regido los destinos de esa martirizada tierra no han sido más que títeres de las grandes potencias que han impuesto, además de sus tropas, también sus deseos y sus ambiciones de todo tipo.
Sadam formó parte de esa camada de jóvenes oficiales que pretendieron prescindir de las viejas monarquías de la región, así como también de otras de nuevo cuño y conveniencia, para en su lugar establecer regímenes modernizantes encabezados por cúpulas militares dispuestas a revivir viejas glorias y combatir al enemigo israelí que se había establecido en su propia zona de influencia.
En Egipto, Siria, Libia, Irak, los regímenes militares inspiraron corrientes que se alojaron en el amplio espectro de los no alineados pero que, de inmediato, se convirtieron en ávidos compradores de armas de la Unión Soviética y el bloque soviético. En medio de todo, el petróleo era la arteria fundamental que irrigaba las economías de la región y les daba estabilidad económica y política.
Sin embargo, estos regímenes militarizados no tardaron en descomponerse en facciones que luchaban entre sí por acumular fortuna y poder. Esta mezcla explosiva fue corrompiendo la naturaleza inicial de esas “revoluciones árabes” hasta llevarlas a desembocar en una suerte de caricaturas de los viejos reinados que estos mismos habían derrumbado con sus movimientos de jóvenes oficiales.
Quizás Sadam fuera el menos estrambótico de todos ellos, pero en todo caso fue el más cruel y el más devastador de su propia obra, al punto de provocar dos enfrentamientos bélicos de tal magnitud que nadie logró parar a tiempo porque los intereses económicos y políticos superaron cualquier capacidad para detener a tiempo lo que, desde el principio, era una batalla perdida dada la desigualdad de las fuerzas enfrentadas.
Sadam mandó durante 24 años con dureza y sagacidad, siempre en el filo de la navaja; pero la suerte nunca les dura tanto a los tiranos por muy carismáticos que sean, y así una mañana fue descubierto, desencajado y con el cabello enmarañado, como un mendigo que suele dormir al aire libre, escondido en un refugio en forma de cueva, semienterrado. Juzgado y humillado fue llevado a la horca como un vulgar asaltante de camino.
En la celda en que esperaba ser llevado a juicio, seguramente se acordó de aquel día en que Hugo Chávez se atrevió a ser el primer jefe de Estado que lo visitó cuando estaba aislado del resto del mundo por las sanciones que se les habían impuesto a su gobierno y a su país, y el presidente venezolano aterrizó en Bagdad y le estrechó la mano. Dos destinos y una sola muerte.
El señor Maduro debería mirar un poco la historia, especialmente hoy cuando gente como Lula y Dilma, en Brasil, son conducidos a los tribunales con escasas posibilidades de escapar de una humillante condena por presuntos actos de corrupción. O cuando la todopoderosa señora Cristina Fernández de Kirchner ha sido “inculpada por corrupción”, por favorecer “con obras de infraestructura millonarias a un empresario cercano a su gobierno”.
Editorial de El Nacional