Desde su atalaya, el segundo hombre más rico del mundo, con una fortuna personal estimada en más de 62 mil millones de euros (el PIB de toda Galicia son 55.700 millones de euros), asiste impasible al fracaso de España. A Amancio Ortega y a su imperio textil, Inditex, nada parece afectarles.
La XI Legislatura de la Democracia española, que arrancó el 13 de enero tras las elecciones del 20 de diciembre, deja tras de sí las cifras nada desdeñables de un derroche injustificable: más de 30 millones de euros sólo en salarios, hasta que el próximo 26 de junio se repitan los comicios, según publicó el diario español El Mundo.
Hasta 8,5 millones corresponden a los salarios del Gobierno en funciones, cuyo estatus se prolongará hasta el 26 de junio. La cuenta continuará engordando el déficit público español, bajo la atenta lupa de las autoridades económicas europeas, hasta que se forme un nuevo gobierno.
Los otros casi 22 millones corresponden a las retribuciones de los integrantes del Congreso y el Senado, las cámaras disueltas el martes 3 de mayo, por los cuatro meses que ha durado la legislatura. Cada uno de ellos recibirá, además, un iPhone y un iPad, los que hubieran debido usar durante los cuatro años que dura normalmente una legislatura española, por el módico precio de 50 euros.
Por si fuera poco, sólo en taxis en Madrid, El Mundo asegura que sus señorías han gastado 615.000 euros entre el 13 de enero y el 3 de mayo. Este y otros privilegios, prebendas aparte, son los que hacen atractiva la función pública en España.
Los números son desproporcionados, si se compara la composición, por ejemplo, de las cámaras alta y baja de EEUU y España: 100 senadores y 435 representantes, para una población de 319 millones de estadounidenses, contra los 350 diputados y 265 senadores, por 46,77 millones de españoles.
Atrás quedan cuatro meses de negociaciones estériles, 120 días (y muchas de sus noches) a lo largo de los cuales sus señorías fracasaron en la principal función que les fue encomendada por los españoles: formar gobierno. Cobraron casi 22 millones por no hacer nada, sin que se les puedan exigir responsabilidades ni reclamar por el despilfarro del dinero público.
Ningún cadáver político se ha quedado en la cuneta. Más bien al contrario. A pesar del mal sabor de boca general, un regusto a bilis amarga, los españoles asisten impotentes, entre incrédulos y desencajados –definitivamente desencantados- al egoísmo de su clase política.
Si el 20 de diciembre hubo varios vencedores –el Partido Popular (PP) como partido más votado, aunque derrotado moralmente (pasó de la mayoría absoluta a unos escasos 123 diputados), y Podemos, que a pesar de concurrir por primera vez lograba nada menos que 69 escaños- y, en apariencia, ningún perdedor –discutible, sobre todo en el caso de Ciudadanos (al que las encuestas atribuían un resultado mejor) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) (con el peor resultado en su historia, aunque finalmente su líder recibiese el encargo del Jefe del Estado de formar gobierno)-, hoy la sensación de derrota es inevitable.
El escenario abierto a pactos del que se hablaba en diciembre sin sospechar el fracaso, se fue resquebrajando. Las líneas rojas se convertían en armas arrojadizas y el ambiente terminó por enrarecerse tanto que resultó obvio que el fracaso sería tan colectivo como la ausencia de visión de Estado.
Una campaña interminable
La campaña de las segundas elecciones generales en menos de un año ya se envuelve en la polémica, porque los partidos políticos, a los que el Rey encomendó mesura y ahorro, no renuncian a las subvenciones públicas.
No es baladí la polémica del coste económico de la campaña en un país con un déficit público que supone el 100% del PIB. La repetición de elecciones costará al Estado, esto es, a los contribuyentes españoles, la friolera de 160 millones de euros.
Por otro lado, se duda del impacto de la propaganda electoral, que podría oscilar entre el hartazgo y el rechazo, sobre todo Galicia o Euskadi, que concurrirán a elecciones para renovar sus gobiernos autonómicos previsiblemente antes del 20 de noviembre.
También existe la duda de si el 26 de junio campará la abstención o, si por el contrario, el desencanto de la derecha y la reacción de la izquierda conllevarán nuevas sorpresas y otro escenario inmanejable.
El tradicional equilibrio entre la derecha y la izquierda, con ninguna fuerza en el centro de la política nacional española desde la fagocitación de Unión, Progreso y Democracia (UPyD), parece tener sus días contados.
La antaño robusta izquierda, con un PSOE hasta ahora casi hegemónico, se tambalea ante los impacientes mordiscos de Podemos, que roe sin desmayo los cimientos socialistas, mientras termina de engullir a una Izquierda Unida venida a menos en cada cita con las urnas. Los más veteranos sucumben ante los emergentes, envueltos en guerras fraticidas que recuerdan la fragilidad de la condición humana y sus vaivenes.
No es menos turbio el lodo en la derecha. Como agua y aceite, el Partido Popular (PP) y Ciudadanos, el partido de centro-derecha que ha terminado por hacerse un hueco en la política nacional tras conquistar a los catalanes por su rechazo al independentismo, son incompatibles.
Mariano Rajoy lidera un PP acosado por flagrantes casos de corrupción que, inexorablemente, convierte en cómplices, a todos los que depositan en las urnas una papeleta con sus siglas. El liderazgo silencioso, mañoso y totalitario de Rajoy, que tras el “dedazo” de Aznar supo despachar a sus posibles contrincantes políticos y que tuvo la paciencia de esperar su turno cuando José Luis Rodríguez Zapatero le privó de alcanzar la Presidencia, está hoy, más que nunca antes, en entredicho.
En algunos círculos del partido incluso se ha llegado a insinuar que la sociedad española vería con buenos ojos que cediese la responsabilidad de liderar el PP a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, quien se atrevió a sufrir el escarnio público durante la campaña de diciembre, acudiendo a los debates a los que su jefe no quiso o no se atrevió a ir.
Aún así, nadie se atreve a toserle a la cara a Mariano, a decirle que ceje en su desesperado intento por obtener la recompensa de un segundo mandato más dulce, tras haber sufrido el calvario del primero, plagado de dificultades y de una crisis que se ha llevado por delante a buena parte de la clase media española. El líder del PP cree que ya que ha estado en las duras, se merece disfrutar de las maduras. Y probablemente, se resiste a ser el único presidente de la Democracia española que no repite en el cargo, logro (?) que hasta Zapatero alcanzó.
En su corta trayectoria, Albert Ribera, líder de Ciudadanos, se ha revelado como un negociador astuto y un adversario políticamente respetable. Si el 20 de diciembre los resultados electorales le convertían, a priori, en un claro perdedor, por unos resultados menos abultados de lo que las encuestas aseguraban, sus 40 escaños sirvieron para ejercer de árbitro en un panorama turbio en el que todos decían negociar y ninguno quería o tenía intenciones de hacerlo.
Su habilidad ha sido tal que se ha permitido el lujo de repudiar abiertamente al PP por los escándalos de corrupción al tiempo que bloqueaba el pacto PSOE-Podemos con una pirueta imposible que le convirtió en pareja de baile de un desorientado y ambicioso Pedro Sánchez. La alianza con el PP, más próximo ideológicamente, se hizo imposible. Y lo que parecía imposible, el pacto con la izquierda, traspasó el umbral de la probabilidad para hacerse realidad. Ciudadanos se interpuso con firmeza entre los seguidores de la rosa roja y los del aro morado, delimitando con el naranja de su emblema las auténticas líneas rojas de la política española.
El impacto en la economía
En lo económico, se han perdido seis meses preciosos durante los que se ha pasado de la comedida euforia por una mejora perceptible de la situación –parecía que por fin el consumo se alegraba, despejando los nubarrones de la atonía y el estancamiento- al desaliento y la inquietud por la incertidumbre política.
Anímicamente, el empresariado ha pasado del desaliento y la desconfianza que provocaron la crisis, a un optimismo
moderado. Entre los grandes se repite machaconamente que el parón electoral no les perjudicará.
Entre los pequeños y medianos, en cambio, por la esquina de la boca se preguntan a qué viene esa tranquilidad y esa prepotencia, si las cosas para ellos no han mejorado, más bien al contrario: la incertidumbre que se percibe induce a ralentizar las cosas hasta que se vuelva a pisar terreno firme. De nuevo se espera, se contiene la actividad, en previsión de lo que pueda pasar.
Se ha evaporado la alegría de hace unos meses. Si cerrábamos el año con un ritmo allegro ma non tropo muy contagioso, ahora el desánimo acecha y todo ha quedado congelado. No hay previsiones, no hay ventas, no hay optimismo, no hay ímpetu, no hay inversión. Otra vez cunde el desaliento.
En la calle, el ciudadano español de clase media constata que su poder adquisitivo merma sin remedio y que cada vez la clase media es menos media. La España orgullosa del Estado del Bienestar ha perdido a su clase media-media y a buena parte de su clase media-alta. La orgullosa España ha visto como éstas dos han pasado a engrosar la clase media-baja.
Casi como si de una burla se tratase, el Gobierno en funciones insiste y modela las estadísticas con su bisturí y el resultado de esa cirugía estética es que anuncian una revisión al alza de las previsiones de crecimiento, ya lanzados en una precampaña que han mantenido todo este tiempo.
Crisis de los 40
Por delante, el debate continúa, aunque de poco sirven las palabras sin hechos que las refrenden. La campaña para el
20-D ya fue un fiel reflejo de estos meses absurdos durante los que el debate ha sido tan estéril como vacío. Los debates televisados, una parodia de telerrealidad.
El escenario apenas ha cambiado, aunque habrá que ver cómo digieren los electores la alianza entre Podemos e Izquierda Unida. Muchos votantes de los primeros reconocían su desencanto y su intención de volverse hacia los segundos, algo que ya no podrán escoger en sus papeletas, porque concurrirán juntos, aunque no revueltos –cada uno pagará sus gastos electorales y saldará sus deudas, como si de una separación de bienes pactada entre cónyuges se tratara- a la cita electoral de junio.
En plena crisis de los 40, la Democracia española toca fondo y exhibe su fragilidad. Los españoles parecen haber agotado su paciencia y dan por perdidos a los corruptos partidos tradicionales, a los que parecen haber retirado su confianza. Pero también se resisten a confiar a los partidos emergentes, sin apenas experiencia de gobierno, pero con fama de arribistas, populistas y oportunistas.
Los españoles menores de 30 no se identifican con los políticos de la transición, ni con los que han abusado de su poder y responsabilidad para enriquecerse o dilapidar capital público. Hay una clara brecha generacional entre los partidos y los jóvenes españoles, muchos de los cuales, sin oportunidades en el mercado laboral nacional, se ven obligados a emigrar.
España es un país sin proyecto y no hay, en el panorama político actual ningún partido político con un proyecto de país capaz de ilusionar a unos ciudadanos desencantados.
Unos y otros, a derecha e izquierda, son incapaces de ofrecer una imagen ajena a la corrupción, al amiguismo y al clientelismo de la política. España vaga a la deriva, sin referentes ni líderes.
Los ciudadanos españoles vuelven a las urnas el 26 de junio, pero lo hacen desenfocados, desilusionados, mareados incluso, impotentes, conscientes de que poco o nada ha cambiado y de que, sin embargo, todo debería ser modificado: la constitución, el modelo de estado (las autonomías, las diputaciones, el Senado: son insostenibles), el modelo económico, el laboral, el social…
Como en una película apocalíptica, en la tormenta perfecta de la España de hoy se agitan los vientos de un cambio que no termina de convencer pero también de un hastío fundado contra la corrupción, la corruptela y la podredumbre de la clase política.
La amenaza más latente, la que pesa sobre los electores es la posibilidad de que, tras la repetición de elecciones, los resultados apenas cambien. De hecho, algunos partidos ya han manifestado su intención de mantener las listas del 20-D, mientras en otros un verdadero tsunami recorre sus filas, elevando peones y derrocando torres.
El domingo 8 de mayo, un ex presidente de la Xunta de Galicia aún afiliado al PSOE, aunque retirado de la primera línea política, Fernando González Laxe, expresó en voz alta lo que muchos españoles piensan: «Los candidatos deberían irse a su casa por no lograr un acuerdo de Gobierno».
Los españoles tienen lo que se merecen y quizás se merezcan lo que tienen. Pero no siempre lo que se quiere es lo que se necesita. Lástima que ellos, los líderes políticos, tampoco hayan sido capaces de construirlo, como siempre, a partir del diálogo democrático, de la renuncia individual para alcanzar el logro colectivo. De los padres de aquella constitución del 78 quedan pocos en pie, pero ninguno se explica cómo hemos llegado hasta aquí y nadie, absolutamente nadie, se atreve a aventurar cómo saldremos de esta.
La expansión global de Inditex, que le granjeó a su fundador el 3 de mayo pasado 554 millones de beneficios correspondientes tan sólo a la primera parte del año, parece inexorable y ajena a los tormentos de la política.
Amancio cumplió 80 años el pasado 28 de marzo. Dicen que aún frecuenta con asiduidad las tiendas de sus diferentes franquicias con el mismo caminar campechano con el que recorrió un pasillo de honor entre los aplausos de reconocimiento y los cumpleaños feliz agradecidos de sus empleados.
Pero no quiere que se hable de él, sino de su empresa. Poco importa que España tenga o no gobierno, mientras ellos, los trabajadores del grupo, en su universo paralelo de ventas millonarias, tengan trabajo y continúen creciendo. En algún momento, en el futuro inmediato, a los españoles les gustaría que el político que dirija España hiciera gala de la humildad suficiente y que pidiera, “no hablen de mi, hablen de mi país”. Sería la prueba definitiva de que se han superado las ambiciones individuales para dar prioridad a y felicitarse por los logros colectivos.
EU/Haydée Vence Araújo