“Lo que me encantó de Daniel fue su sentido de libertad, su total espontaneidad. Hoy me parece que es un egoísta y no piensa en mí”; confesiones como ésta son muy recurrentes, y dan cuenta de lo poco claras que las personas pueden estar con respecto a lo que buscan en una relación de pareja.
Surge la pregunta: si al inicio de una relación hay ciertas cosas que atraen, que hacían feliz al nivel de querer formar una pareja, ¿qué es lo que sucede en el trayecto, cómo surgen tan tremendos desencuentros que esos mismos enamorados terminan renegando de su elección, culpando al otro o bien queriéndolo cambiar?
Como posible respuesta me viene a la memoria uno de los tantos mitos que en mi trayectoria de coach he escuchado: “el amor debe ser espontáneo”. Al parecer, el primer encuentro requiere de un nivel de encantamiento que haría repicar campanas alrededor y revolotear mariposas en el estómago. Pero esa química, ¿será suficiente?
Leyendas de “amores equivocados” abundan. La literatura y las artes están tapizadas de relaciones fallidas, de las que se ha nutrido el teatro, la música y hasta la pintura, recurriendo todas a esa fuente aparentemente inacabable del desacierto romántico, apoyadas además por las mundialmente conocidas historias truncadas, como puedan ser la de Carlos y Diana o Bolocco y Menem, solo por citar algunas. Pero a nuestro alrededor, sin duda abundan otras muchas en donde alguien posó sus ojos en el personaje errado, dando pie a otro mito: “en el amor solo hay que tener suerte”.
Entendiendo que el amor romántico como tal es un fenómeno moderno, posterior a la Revolución Francesa, hoy esa mitología amorosa es difícil de derribar. Más aún, desencadena una verdadera resistencia que dificulta el desentrañar los elementos que componen ese apego que nos deslumbra. Y es que quizá esa obstinación esté ligada al hecho de que los humanos, agotados del exceso de control, necesitemos potentemente creer que el amor debiera ser algo misterioso, cercano al ámbito de lo arcano e inmanejable, de lo espontáneo.
Y es en nombre de esa supuesta libertad que transitamos con absoluta soltura y permisividad, desconectándonos del raciocinio, reflexión y prudencia y, en la mayoría de las veces, desconociendo nuestras historias pasadas y patrones recurrentes, desperdiciando la oportunidad de aprender de nuestros errores.
Fernanda, Teresa, Bernardita, Francisca, Romina, Cecilia, Alejandra, Luisa son de los tantos nombres que se agolpan en mi memoria con las clásicas historias de fugaces enamoramientos que, habiendo partido con fuegos y centellas, más pronto que tarde se tornaron en la fuente de un dolor solo comparable al de una enfermedad.
Ya lo dijo Oriana Fallaci en su libro “El Hombre”, haciendo un paralelo de la fuerza del amor con la de un cáncer de tal magnitud y subyugación, que solo termina con la muerte de alguno de ellos. “El cáncer habría proseguido su curso para demostrarme que amar significa sufrir, y que en los casos en que no puede evitarse el amor uno está destinado a sucumbir”, escribió. Un panorama desolador según Fallaci, que grafica cómo una mala elección es el camino directo al desastre.
Aprendiendo a no volver a tropezar
Si hombres y mujeres establecen de antemano lo que exigen en sus trabajos, estudios, proyectos, etc., ¿cómo es que no se aplican los mismos criterios cuando se trata de amor? Lo “espontaneo” o la “química” no debiera competir en aclarar un mínimo de requisitos de las relaciones interpersonales, de los vínculos de largo plazo y, precisamente, del amor con quien se establecerá una vida, hijos y todo lo concerniente a un proyecto de pareja.
Tú que estás leyendo esta columna, si sientes que más de una vez te golpeaste con la misma piedra, sospechando que te equivocaste desde la elección, te invito a reflexionar lo siguiente:
1.- ¿Cuál es el aspecto principal que te ha atraído en un inicio en tus relaciones?
2.- ¿Cuánto de eso fue de ayuda y cuánto un obstáculo al estar juntos?
3.- Si miras hacia atrás, ¿puedes reconocer qué es lo que necesitaste sin obtener respuesta y qué fue significativo en tu ruptura?
Al indagar con las personas sobre los aspectos clave en una buena relación, hay una gran tendencia a caer en lo físico, a privilegiar talentos y habilidades que en definitiva conducen más hacia lo que “me gusta”. Sin embargo, la conversación del amor es más grande; requiere hurgar en atributos y particularidades que se relacionen con algo más profundo, estable y que es lo que nuestra alma necesita.
Pero si solo nos guiamos por lo que atrae y no por lo que necesitamos, más temprano que tarde surgirá la crítica, la sensación de insatisfacción que dejará una estela de vacío a su paso.
Claramente no es una tarea fácil ni simple. Implica no solo el empeño de derribar viejos paradigmas inútiles, sino que también requiere sobre todo la férrea voluntad de salir del oscurantismo íntimo, que de tan ciego, ha colaborado en el infortunio de corazones rotos, conduciendo equivocadamente a la búsqueda del amor, confundiéndolo con la atracción y decorando ésta con romanticismo.
Tenemos la oportunidad de que las penas de amor ya vividas sean el borrador, el material que evite a repetir ese dolor; que las lágrimas regadas conduzcan a la luz que da el auto-conocimiento, la aceptación y la posibilidad de una elección sana.
Ocuparse de estos temas, salir de la queja y encaminarse a un buen amor es la esencia de lo que tratan los Talleres de Coaching para el Amor.
Eme de Mujer