Tal vez en otro destino este roadtrip sonaría fácil: 700 kilómetros desde Caracas hasta Puerto Ayacucho, en el mapa se traza casi una línea recta hacia el sur. Pero cuando vas por las carreteras, en un recorrido de pueblitos a lo largo de la frontera con Colombia —y en medio de una diversidad tan grande de personas— es un gran desafío.
Arrancamos en el carro de mi amigo Juan, a quien apodo “El Intergaláctico” por atravesar ciudades y localidades tan distintas una de la otra. Pasábamos por los llanos, entre hatos, campos de ganado y cultivos, cuando aparecieron unas dunas de arena, ¿en medio de tanto verde? ¡Sí!
Nos paramos y me monté en la más alta. Era un poco difícil caminar sobre ellas, pero lo logré y, ¡qué belleza! Ahí empecé a respirar diferente. Luego vino la recta larguísima. Íbamos escuchando buena música llanera (como se conoce a la variedad típica venezolana) y cantando felices cuando vimos, en el horizonte, las siluetas de las impresionantes montañas planas llamadas tepuyes.
Más tarde nos enteramos de que los tepuyes son las formaciones expuestas más antiguas del planeta. Con este telón de fondo alcanzamos la orilla del río Orinoco (uno de los más importantes de América del Sur), y esperamos la chalana, una austera lanchita, para cruzarlo.
Fue ahí donde conocimos a Amy, una de las integrantes del grupo de nueve personas que seríamos en total. Tenía treinta y pico de años y viajaba sola en su pick-up: muy alegre, muy aventurera y muy resuelta. Cualquiera que no conoce la emoción y la tranquilidad de los roadtrips venezolanos la tildaría de loca por atreverse a andar sola en las carreteras.
En Puerto Ayacucho, al final de la ruta, conocimos a nuestro guía, Dany, un indígena perteneciente a los pemones. Y a los demás integrantes: Andrés y Daniela eran pareja; las hermanas Mayra y Mildred trajeron a su mamá de viaje para festejar su cumpleaños, y Carlos era un médico de 40 años que también viajaba solo, como Amy.
Abandonamos la civilización desde uno de sus puertos. Nuestro nuevo vehículo pasó a ser un bongó (a diferencia de las chalanas, son más alargados y veloces), y las vías se convirtieron en ríos, como el Orinoco, Sipapo, Autana y otras ramificaciones que nos llevaron a los diferentes campamentos donde descansábamos por la noche.
En ellos, las paredes desaparecieron en todo sentido, tanto físicamente como entre nosotros. La nuestra era una churuata (una cabaña de palma); las camas, hamacas; la ducha, los ríos; y la luz, la obtendríamos de velas, de la luna y las estrellas.
Siempre nos recibieron indígenas de la familia de Dany. Escuchar sus historias en las noches sobre sus antepasados y sobre la selva era el toque mágico perfecto para completar la vista. Además, era muy lindo ver cómo algunas personas siguen teniendo una cultura tan fuerte, que los hace sentir parte de un lugar, y que le tengan tanto cariño a su tierra.
Para llegar al famoso lago Leopoldo tuvimos que caminar como siete kilómetros por la selva y por sus cercanías. Un chamán nos bendijo los pies convirtiéndonos, así, en indígenas para poder pisar sus tierras sagradas.
El lago es muy oscuro (casi negro) y tan grande, que se hace bastante difícil llegar a su centro. Resulta gracioso ver cómo lo desconocido tiende a volverse una fuente de leyendas o teorías, y, claro, el centro de este lago no fue la excepción: debía tener un monstruo enorme, o al menos eso dicen por aquí.
La última parada fue en el campamento Ceguera. Tenía una playa tranquila, unos rápidos al otro lado y, al fondo, el cerro Cara de Indio, que vigila el Autana, otra hermosa montaña. Un paisaje espectacultar. Amy y Carlos (siempre con ojos saltones y enorme sonrisa), todavía conservaban algo de ingenuidad: juntos se lanzaron desde unas piedras hacia un pozo y gozaron como niños.
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