El 12 de febrero de 2014, haciendo uso de prerrogativas consagradas en la Constitución Nacional –la mejor del mundo según Chávez, como la calificó cuando le convino y antes de comenzar a violarla, al extremo de hacer de la presidencia cargo testamentario e imponer a Maduro–, Leopoldo López salió a la calle para liderar una movilización pacífica que habría de toparse con infiltrados rojos que, apegados a un guion elaborado presuntamente por los cuerpos de seguridad con asesoría del G2, provocaron una serie de encontronazos con el trágico saldo de 43 muertos.
De estas 43 víctimas mortales, al menos 38 de los caídos por los disparos de los cuerpos represivos del oficialismo se manifestaban contra lo que ellos consideraban, con base en razonables dudas, un gobierno írrito, cuando no ilegítimo.
La celada le funcionó a la cúpula autoritaria y Leopoldo López fue acusado (sin pruebas), luego detenido obviando la presunción de inocencia, procesado en juicio amañado con artes estalinistas, y, finalmente, condenado por una mediadora (no jueza) obediente, premiada supuestamente con la promesa de un consulado.
Esta apretada síntesis de la ordalía sufrida por el ex alcalde de Chacao –un político cuyo prestigio crece a medida que el régimen se empeña en extrañarlo de la sociedad por la cual está dispuesto, y así lo ha hecho saber, a dar la vida–, tiene un doble propósito: recordarle al gobierno que tiene una deuda pendiente por los asesinatos perpetrados por sus matones y que, con retorcida manipulación, contabiliza en el inventario de la oposición en general y de López en particular, por una parte; y, por la otra, corregir el hiato que la estratagema nicochavista intentó crear entre los argumentos que justificaron el llamado a “la salida” y los alegatos que, ahora, cimientan la convocatoria unitaria a pronunciarse contra la monstruosa sentencia Barreiros y a hacer patente la solidaridad nacional con el aviesamente condenado líder de Voluntad Popular; un llamado que, muy a pesar de los obstáculos prodigados por funcionarios moralmente desautorizados, no ha caído en los sordos oídos de la indiferencia.
De nuevo, el país sale a la calle; un país cansado del abuso contra el civismo, de los atropellos a la razón y el irrespeto a la condición ciudadana, en lo que atañe a sus derechos políticos, sociales y económicos. Este país, vejado y maltratado como nunca antes, une voces, banderas y consignas para decirles a Maduro, a Cabello, a Padrino y a todo el estamento (in)civil y militar que se ha adueñado de Venezuela para beneficio propio, que la Venezuela consciente no está dispuesta a seguirse calando tantas trasgresiones y abusos, como los que se cometen no solo en la frontera, buscando postergar el fin de su aquiescente parlamento, sino en toda la nación.
Una nación que hoy, en solidaridad con Leopoldo López, hará sentir su hastío y le recordará a la jefatura roja que a cada cochino le llega su sábado… y este, 19 de septiembre, será de gloria democrática.
El 12 de febrero de 2014, haciendo uso de prerrogativas consagradas en la Constitución Nacional –la mejor del mundo según Chávez, como la calificó cuando le convino y antes de comenzar a violarla, al extremo de hacer de la presidencia cargo testamentario e imponer a Maduro–, Leopoldo López salió a la calle para liderar una movilización pacífica que habría de toparse con infiltrados rojos que, apegados a un guion elaborado presuntamente por los cuerpos de seguridad con asesoría del G2, provocaron una serie de encontronazos con el trágico saldo de 43 muertos.
De estas 43 víctimas mortales, al menos 38 de los caídos por los disparos de los cuerpos represivos del oficialismo se manifestaban contra lo que ellos consideraban, con base en razonables dudas, un gobierno írrito, cuando no ilegítimo.
La celada le funcionó a la cúpula autoritaria y Leopoldo López fue acusado (sin pruebas), luego detenido obviando la presunción de inocencia, procesado en juicio amañado con artes estalinistas, y, finalmente, condenado por una mediadora (no jueza) obediente, premiada supuestamente con la promesa de un consulado.
Esta apretada síntesis de la ordalía sufrida por el ex alcalde de Chacao –un político cuyo prestigio crece a medida que el régimen se empeña en extrañarlo de la sociedad por la cual está dispuesto, y así lo ha hecho saber, a dar la vida–, tiene un doble propósito: recordarle al gobierno que tiene una deuda pendiente por los asesinatos perpetrados por sus matones y que, con retorcida manipulación, contabiliza en el inventario de la oposición en general y de López en particular, por una parte; y, por la otra, corregir el hiato que la estratagema nicochavista intentó crear entre los argumentos que justificaron el llamado a “la salida” y los alegatos que, ahora, cimientan la convocatoria unitaria a pronunciarse contra la monstruosa sentencia Barreiros y a hacer patente la solidaridad nacional con el aviesamente condenado líder de Voluntad Popular; un llamado que, muy a pesar de los obstáculos prodigados por funcionarios moralmente desautorizados, no ha caído en los sordos oídos de la indiferencia.
De nuevo, el país sale a la calle; un país cansado del abuso contra el civismo, de los atropellos a la razón y el irrespeto a la condición ciudadana, en lo que atañe a sus derechos políticos, sociales y económicos. Este país, vejado y maltratado como nunca antes, une voces, banderas y consignas para decirles a Maduro, a Cabello, a Padrino y a todo el estamento (in)civil y militar que se ha adueñado de Venezuela para beneficio propio, que la Venezuela consciente no está dispuesta a seguirse calando tantas trasgresiones y abusos, como los que se cometen no solo en la frontera, buscando postergar el fin de su aquiescente parlamento, sino en toda la nación.
Una nación que hoy, en solidaridad con Leopoldo López, hará sentir su hastío y le recordará a la jefatura roja que a cada cochino le llega su sábado… y este, 19 de septiembre, será de gloria democrática.
Editorial de El Nacional