El negocio se activa con una llamada telefónica. No más de dos repiques, B. D, una mujer atareada por el trabajo y los asuntos familiares, atiende el celular sin preámbulos: “¿Qué tienes?”. Su interlocutor, apodado “el Buitre”, asegura de inmediato ofrecerle lo que necesita: detergente en polvo, harina de maíz, azúcar. “¿Qué necesitas? ¿Cuántos paquetes quieres? Ya sabes qué hacer. Búscame en mi pasillo, luego de las 6:00 de la tarde”, le indica.
Las reglas son estrictas en esta transacción. Después del atardecer, menos colas y pocas miradas, se produce el encuentro para intercambiar mercancía por dinero. Son 300 bolívares adicionales al costo de 5 o 6 paquetes que reposan escondidos debajo de los estantes de un reconocido supermercado de Prados del Este. Luego, llega una carrera meteórica para no levantar la sospecha del resto de los clientes. Si alguno llegase a observar que B. D. sostiene entre sus manos algún rubro en escasez, habrá una respuesta cordial de ella: “Hubo más temprano, pero ya se acabó”. Cualquier misión es posible cuando se tiene el privilegio de estar cerca de lo anhelado: productos en escasez.
Tras el desabastecimiento –que se ha acentuado progresivamente en Venezuela desde que el gobierno de Hugo Chávez aplicó controles de precio en 2003– se ha tejido un negocio clandestino. Algunas de las modalidades son el pago adicional por el resguardo de mercancía de primera necesidad, el oficio de hacer colas a otros a cambio de dinero, y la adquisición de productos para revenderlos en el mercado negro. Los proveedores son empleados de locales comerciales, vendedores informales y personas con empleos precarios que han visto en la crisis una oportunidad para obtener ganancias. Los clientes son un sector de la población a merced de la necesidad de productos: es decir, cualquiera. No es un escenario inesperado en un país cuya desempeño económico es uno de los más desalentadores de América Latina, altamente dependiente de la importación y con un régimen de divisas controlado por el gobierno. La escasez, según el último informe del Banco Central de Venezuela, fue de 26,9% en marzo de 2014. Aunque las cifras oficiales ya no son divulgadas, el desabastecimiento pudiese medirse en la longitud y la cantidad de las colas para obtener productos básicos.
Del Whatsapp al trueque. Las búsquedas de productos en déficit también son colectivas y organizadas. Para Yajaira Carrero, ama de casa residenciada en Caricuao, la coyuntura evoca a la famosa saga Los Juegos del Hambre. Su batalla empieza a las 8:00 am con la activación del teléfono móvil. Gracias a un grupo en Whatsapp –cuyos integrantes, además de ella, son ocho vecinas y dos trabajadores de supermercados– identifica su objetivo.
La red de comunicación es la principal estrategia. Un fragmento de alguna de las conversaciones ilustra la dinámica:
–Llegó la leche. Aún hacen inventario – escribe uno de los empleados del supermercado.
–Ya nos lanzamos para allá. En un ratito hago la “vaca” para darte algo. Gracias – responde Carrero.
–Yo no puedo ahorita. Estoy llevando al niño al colegio – dice Magaly.
–No te preocupes, yo te guardo el puesto en la cola, pero apúrate – acota Yusmery.
Es una seguidilla de informaciones sobre idas y llegadas de productos a los anaqueles. Pero si alguna de las vecinas, por culpa del infortunio u otros motivos, no logra obtener lo anhelado, apelan al milenario trueque. “Nadie queda por fuera. Si tengo harina Pan de más y otra amiga no, pues la intercambio por algo que me haga falta. Lo único que sé es que mis hijos no pasarán hambre”.
Los empleados de locales comerciales son aliados. D. D., trabajador de un reconocido supermercado de Los Teques, suele resguardar una fracción de la mercancía para una clientela privilegiada antes de que se practique cualquier inventario. Son destinados a familiares, amigos y otros que, simplemente, pagan “alguito” por obtener productos básicos, en escasez, sin hacer largas filas. Es común que a los empleados de locales comerciales se les otorgue privilegio en la obtención de productos. “Nos corresponde una cantidad de alimentos por ser trabajadores. También obtenemos otros adicionales, eso a través de negociación. Es arriesgado si te cachan vendiéndolos afuera, pero entre muchos nos cuidamos las espaldas”, explica.
La cárcel puede ser el destino de los que se atreven a comerciar de esa manera con estos productos. Jorge Pérez Zapata y Magaly Campos Abad, gerente y subgerente del Abasto Bicentenario de Ciudad Bolívar, respectivamente, fueron arrestados por presuntamente estar involucrados en el expendio clandestino de productos de primera necesidad. Fueron descubiertos hace 11 días, pero el jueves el Ministerio Público decidió dictarles privativa de libertad. Junto a ellos fueron imputadas otros 23 trabajadores de la red de distribución de alimentos por supuestamente ser cómplices de boicot, reventa de rubros, corrupción, entre otros delitos. Sin embargo, los últimos solo deberán presentarse de manera periódica a tribunales.
Los “hace cola”. El Abasto Bicentenario de Plaza Venezuela se ha convertido en un ícono del déficit de alimentos en Caracas. En esa fila, en forma de serpentina desordenada sobre un campo de tierra, está J. T. Carga con un tobo lleno de hielo y botellitas de agua, mientras espera a que llegue su turno. Los clientes con menos disponibilidad de tiempo para hacer colas durante horas le pagan 500 bolívares por cuidarle el puesto. Es una ganancia adicional a su oficio como vendedor de agua, un servicio que equivale a 10% del salario mínimo en el país.
“Si tu número de cédula termina en 0 o 1 puedo hacerte la cola el lunes, solo te llamo cuando estés a punto de entrar. Si no, podría hacértela el sábado. Te cobro lo mismo”, dice J. T. El negocio de los cuidadores de colas ya no es extraño en las afueras de cadenas de abastos, supermercados y farmacias. Son los gestores del tiempo.
En el territorio en que opera J. T. hay varios. Algunos abandonaron el extravagante oficio por parecerle “una pérdida de tiempo”, como explica R.H., un heladero de Plaza Venezuela: “Empecé a hacerlo, pero era incómodo. Descuidaba la venta de raspados, incomodaba a familiares y amigos al pedirles el favor de que me cuidaran el puesto, y perdía mucho tiempo”.
Anixa Berrueta, una técnico dental, se vale de una cuidadora de colas. En su trabajo no le perdonarían que abandonara a un cliente por enfilarse durante horas a las afueras de algún supermercado, farmacia, abasto. Tampoco puede emprender largos recorridos para buscar producto por producto. “Mi ayuda es una señora que se dedica a hacer colas. Así, cuando me toque el turno, solo voy, compro y ya”, indicó.
El tiempo de las colas es incierto: 1, 2, 3, 4, 5, 6, acaso más horas.
La espera comienza antes del amanecer en un supermercado de Caricuao. Es martes, la mercancía ha llegado a los anaqueles y los empleados hacen inventario antes de abrir la santamaría. Más de un centenar de clientes se pliegan entre sí, llevan abrigos, agua y alguna comida para soportar la fila que se prolongará durante horas. Yoleida Zambrano, ama de casa, optó por llevar algo adicional: la familia entera. La madre, el esposo y los hijos –15, 18 y 20 años de edad–.
“Hay que estar armado para esta guerra y yo traje mi ejército. Todos compraremos lo que haya”, dice.
Por debajo de la mesa. El negocio de la búsqueda recóndita de productos se transa con operaciones discretas. En las afueras del Mercado de Quinta Crespo se cuenta con una tropa de comerciantes informales. No todos, pero sí algunos de ellos ocultan debajo de sus puestos rubros en escasez. Como si se tratara de drogas o armamento ilegal, tramitan las ventas por recomendaciones. Es una cadena que comienza con un “vengo de parte de…”, sigue con un “necesito…” y concluye con un intercambio a espaldas de las autoridades oficiales.
El gobierno intentó controlar ese tipo de comercio con el decreto 1.348, publicado en Gaceta Oficial número 40526 de fecha 24 de octubre de 2014, que prohibió la reventa de productos básicos por buhoneros.
El llamado fue acatado a medias en Petare. Los tarantines de los comerciantes informales se escapan con facilidad de la vista debido a la algarabía: flujo frenético de automóviles, motocicletas y transeúntes. Pero ahí están, algún pote de leche en polvo, un paquete de pañales, los jabones de olor, el aceite, el café, la azúcar, el detergente, todo lo escaso en cualquier comercio formal. “¡A 300 bolos la bolsa de Ace (marca de un detergente para la ropa)!”, contesta uno de los vendedores. El precio regulado de esa bolsa de detergente de 2,7 kilogramos es de 83 bolívares.
Para Víctor Maldonado, director de la Cámara de Comercio de Caracas, la reventa de los productos sólo es una expresión de la escasez. “No calificaría a estos comerciantes como ‘minimafias’, pues solo satisfacen una demanda. Es lógico el desplazamiento a mejores negocios por parte del sector informal de la economía (42% de la población económicamente activa, según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas de 2013). En este caso, los rigores de la escasez marcan la ruta a los comerciantes informales, porque hay dos costos que el gobierno no puede satisfacer: oportunidad y tiempo”, explicó.
Pero evitar las colas es un servicio que se paga a altos costos en Caracas. Zaida Coronado, ama de casa y vecina de Montalbán, es una de las clientas fijas del comercio informal. Su premisa es “no hay nada que no pueda conseguir un buhonero”. Su búsqueda es puntual. Si necesita comprar aceite, harina de maíz precocida y café, entonces se va a Quinta Crespo. Si requiere detergente en polvo, jabón de olor, champú y leche, el destino a visitar será Catia. “Entre ellos se conocen, nunca te dejan varada. Siempre te recomiendan a quién buscar en caso de no tener lo que quieres. Algunos ocultan su mercancía, otros no. Todo depende de la zona en que estén, si hay vigilancia o no”, comentó. El gasto adicional por conseguir lo que desea puede alcanzar el 200%.
A. se mueve como una experta en la negociación de alimentos básicos en escasez en Quinta Crespo. Su mercancía es vendida a costos superiores al 100% de los establecidos en el comercio formal, pero eso no le resta una alta clientela. “Nosotros no somos criminales, aunque el gobierno nos trata así. Solo estamos ayudando a la gente a comer sin necesidad de hacer colas”, justifica.
Tensión enfilada
De las colas no solo está la espera, sino la tensión. Los hurtos, robos, peleas y manifestaciones amenazan las largas colas. El reciente informe del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social expone que hubo un aumento progresivo de las protestas en las inmediaciones de supermercados, abastos y locales comerciales de venta de alimentos y productos de higiene personal en 2014: de julio a octubre se duplicó la cifra y el año concluyó con 481 manifestaciones. Hace 15 días, un grupo de vecinos manifestó en contra el desabastecimiento en el Abasto Bicentenario de San Bernardino. El reclamo concluyó en la detención de Carlos Julio Rojas, coordinador del Frente en Defensa del Norte de Caracas y otras 12 personas.
Un día después, el 11 de enero, también circuló un vídeo casero en las redes sociales en el que se observa a un grupo de clientes de un supermercado de Guatire asaltar con desespero el área en que se apiñaban detergentes para la ropa. Los usuarios de Twitter lo calificaron como saqueo, pues nadie siguió la regla de comprar dos unidades del producto por persona y de pagarlo, en algunos casos. Pero Tania Díaz, diputada de la Asamblea Nacional por el Partido Socialista Unido de Venezuela, saltó a la situación con una denuncia el pasado lunes: “Este fin de semana había gente, mandada por algunos partidos, principalmente por Voluntad Popular y de Antonio Ledezma, que se iban a las colas a llamar al saqueo, lo hicieron en varios sectores de la ciudad capital”.
Otras personas también han sido detenidas por supuestamente tomar fotografías en las colas. “A excepción de uno reportado en Anzoátegui, el resto de estos casos se han registrado en Caracas”, dijo Alfredo Romero, director del Foro Penal Venezolano.
El Nacional