C uando uno trata de encontrar respuestas para esta pregunta se topa con grandes y solemnes palabras como reconciliación nacional, paz duradera, recomposición institucional, refacción de la economía y despegue del desarrollo… Qué más se puede pedir.
Hasta el santo padre que vive en Roma clama por la entente. Y el presidente Obama. Y el nuevo presidente de Unasur, el del pesado pasado. Entre otros representantes de espíritus y poderes. Nosotros mismos, en el pasado, hemos abogado por algún tipo de acercamiento.
A estas alturas a cada rato uno encuentra gestos (Simonovis, por ejemplo) o explícitas y múltiples declaraciones de las dos partes que invocan ese encuentro, o mutuos reproches por haberse roto aquel primer acercamiento. Nadie lo da por muerto sino por estar refrigerado.
Ahora bien, ya que es tema a la orden del día, al menos larvadamente, uno, opositor, debería preguntarse seriamente para qué sirve ese dialogo, cómo se engulle. Y si esas grandes palabras a las que hemos aludido no son precisamente demasiado grandes, es decir, abstractas, ideales, papales, platónicas.
Y lo que puede suceder de darse este sería más terrenal, confuso y poco transparente.
O definitivamente maloliente y pérfido.
Nosotros nos reduciremos aquí a dos preguntas que nos parecen claves. Una primera, algo tosca pero que obliga a darle respuesta: ¿Si estos eventuales compañeros de mesa, a punta de corrupción majestuosa, ineptitud comprobada cotidiana y reiterada y evidentes locuras ideológicas han devastado literalmente este país, al que ya no le queda hueso sano, ahora nosotros, tanto tiempo humillados y ofendidos, vamos a ayudar a cargar la cruz de la derrota y el escarnio y hasta bajar al sepulcro? En principio habría que negarse, tildar el asunto de masoquismo. No obstante aquí podría objetarse, con palabras sonoras, no dejar hundir el país, evitar eventuales derramamientos de sangre, alcanzar un nivel de relativa normalidad económica y, también, de decencia institucional y democrática como para ganar el poder en algún momento en un país más aliviadito y menos enguerrillado, que ya no sería el barranco de Chávez donde todos nos hundiríamos. Supongamos esa segunda opción para introducir la segunda pregunta, ¿será posible esa recuperación de un mejor tiempo, aunque sea incipiente, para hacer una política más racional con esos caballeros que tenemos enfrente? A pesar de algunos signos, que los hay, es tal el peso de la estructura mental chavista que es muy razonable dudar. Son demasiados los malos hábitos adquiridos por estos: los del atropello y el abuso; de profanación de la democracia, la Constitución y sus instituciones fundamentales; de temor al castigo por los pecados mortales cometidos y que se siguen cometiendo; de opereta revolucionaria; de cubanos carroñeros; de pantomimas ideológicas que a uno le cuesta creer que algo así como un poco de lucidez y sensatez podría habitar esos cerebros.
Basta ver al heredero. Basta ver la actitud irresponsable ante la crisis. Basta oír la interminable habladera de paja revolucionarista cada vez más grotesca por irreal. Basta ver cómo crece sin mesura ni recato la represión brutal o el ahogamiento de la libre expresión.
No queremos dar una respuesta definitiva. No la tenemos seguramente. Pero esas son cuestiones que hay que dilucidar para ver si seguimos ese camino u otro más empinado.
Fernando Rodríguez
Editorial del Tal Cual