Jenny Munro, hija de la escritora Alice Munro, recoge el Nobel de Literatura concedido a su madre de manos del rey Carlos Gustavo de Suecia.
Al recibir el Nobel de Literatura durante la tradicional ceremonia celebrada en Estocolmo, Alice Munro debió de sentir anoche que un círculo se cerraba. Según su propia confesión, el primer cuento del que la escritora canadiense guarda recuerdo está firmemente arraigado en la tradición escandinava: La sirenita, de Hans Christian Andersen. Munro todavía recuerda el día en que lo leyó por primera vez, porque le pareció que contenía una crueldad atroz. Le resultó tan triste que decidió inventarse un final distinto en el que todo terminaba bien para su desdichada protagonista.
“Después de todo, lo que había estado dispuesta a hacer para conseguir al príncipe me pareció que merecía algo mejor que morirse en el agua”, relató el sábado, durante una entrevista filmada en su domicilio que la escritora concedió a la Academia Sueca para agradecer el premio.
Dice que ese día se convirtió en escritora. Lo que sucedería a ese primer instinto sería una carrera que ha transcurrido, por lo menos en su mayor parte, en la sombra del canon literario.
Desde ese rincón claroscuro, Munro se ha esforzado en librar un análisis minucioso de las relaciones humanas, familiares y sentimentales, especializándose en esos secretos latentes y tragedias silenciadas que lleva dentro cualquier hijo de vecino.
“Si nunca han fantaseado sobre los extraños que ven en un autobús, empezarán a hacerlo tras leer a Alice Munro”, advirtió ayer el secretario permanente del comité literario de la Academia, Peter Englund, durante el discurso que pronunció para justificar el premio durante una ceremonia sucedida por un majestuoso banquete en el ayuntamiento de la ciudad. Un ágape que es objeto de una especulación infinita.
La prensa local reproduce incluso el mapa del convite, para saber quién se sienta junto a quién. Así se supo que una de las dos hijas de la autora, la pintora Jenny Munro —escogida para recoger el premio en nombre de su madre, cuyo frágil estado de salud le impidió viajar a Estocolmo— tuvo que esforzarse en encontrar temas de conversación con el príncipe Carlos Felipe, a quien instalaron a su lado en la mesa.
A su alrededor se sentaban el resto de ganadores, como los físicos François Englert y Peter Higgs —teóricos de la celebérrima partícula subatómica—, los químicos Martin Karplus, Michael Levitt y Arieh Warshel; los receptores del premio de Medicina, James Rotham, Randy Schekman y Thomas Sudhof; y los economistas Eugene Fama, Lars Peter Hansen y Robert J. Shiller, por su estudio empírico de los precios de los activos.
Todos ellos tuvieron que plegarse a la triple reverencia que todo premiado debe realizar ante el monarca Gustavo, el jurado de académicos que concede los galardones y el público congregado para la ocasión. El conjunto estuvo acompañado de música de Britten, Sibelius, Strauss o incluso de un tema de My Fair Lady.
La ceremonia, de una hora de duración, siguió el mismo ritmo expeditivo que sigue la propia escritora, virtuosa de la elipsis. “Munro es capaz de decir en 30 páginas más que un novelista corriente en 300”, afirmó Englund en su discurso, en el que no dudó en comparar méritos entre los premiados. “Durante los años, científicos prominentes han recibido sus recompensas aquí por resolver algunos de los grandes enigmas del universo. Pero Munro casi ha resuelto el mayor misterio de todos: el del corazón humano y sus caprichos”.
Igual que aquel cuento tergiversado por su imaginación infantil, el Nobel a la escritora canadiense supone una especie de final alterado para esa trayectoria asentada en un Canadá interior, agrícola y protestante. Un giro inesperado que empieza con la reivindicación de su obra que han realizado algunos de sus semejantes, como Richard Ford, Joyce Carol Oates o Jonathan Franzen.
En 2004, este último escribió un artículo en The New York Times donde incitaba a leerla en un insistente imperativo. “Vean lo que es capaz de hacer a partir de su pequeña historia personal. Cuanto más cava, más encuentra”, escribió. La escritora Lorrie Moore se había expresado en la misma dirección poco tiempo atrás, al elogiar la complejidad en miniatura que presentan sus relatos breves, “igual que un barco en una botella o un magnífico bonsái”.
La Academia reincidió ayer en el elogio de su universo literario. “Los mayores acontecimientos ocurren dentro de sus personajes. El mayor dolor no se expresa. Le interesa lo silencioso y lo silenciado, las personas que escogen no escoger, los que viven en los márgenes, los que abandonan y los que pierden”, sostuvo ayer el secretario de la Academia Sueca para justificar el premio.
La propia Munro habrá terminado cambiando, puede que a su pesar, el curso su suerte. Al recorrer su improbable trayectoria, la escritora se definió el sábado como una mujer “desesperadamente absorta” por la escritura, pero también condicionada por la vida familiar. “A mis hijas nunca les faltó la comida en la mesa a la hora del almuerzo. Era ama de casa.
Aprendí a escribir en los tiempos muertos y nunca me rendí”, dijo. “La gente a mi alrededor no sabía que quería ser escritora. No dejé que lo descubrieran, les habría parecido ridículo”. Para conocer la reacción de Munro ante el Nobel también hay que remitirse a esa entrevista, ya que, como es tradición, en la ceremonia de ayer, de rígido protocolo, no se permitió a los premiados pronunciar ni una palabra. “Nada en el mundo podría hacerme más feliz”, concluyó.
Fuente: El País