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¿Qué cono hacemos?

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¿Qué cono hacemos?

En su adiós a la televisión, Renny Ottolina se explayó, en lo que fue su último programa, sobre lo que entendía era su sentir venezolano. De lo mucho que allí dijo el recordado y malogrado showman, cabe mencionar su reflexión acerca del nombre de la moneda nacional. Abogaba en favor de cambiarlo ya que, sostenía, llamar bolívar a nuestro signo monetario contribuía a envilecer la significación histórica del Libertador, al manosear y desemantizar su nombre y convertirlo en unidad contable y transaccional.

 

 

 

Independientemente de cuanto fuese su cotización en el mercado cambiario era para él una afrenta y alegaba que a los ingleses, por ejemplo, no se les hubiese ocurrido denominar Isabel a la libra esterlina o los cubanos Fidel al peso –déme un Fidel de papel púale, ¡válgame Dios!–; esto decía mucho antes del Viernes Negro y no podía imaginar cuánto lo depreciaría una administración de improvisados, como la que actualmente regenta el país a modo de hacienda particular, que sabe de economía lo que el N° 1 de física cuántica.

 

 

 

El preámbulo, no se necesita ser muy perspicaz para adivinarlo, se relaciona con el despiporre ocasionado por el nuevo cono monetario, operación de maquillaje mediante la cual el banco central (en lo adelante debe escribirse con minúsculas el nombre de un ente que perpetra tan mayúsculas metidas de pata), supone que con unos cuantos ceros de más acabará con la inflación, sin parar mientes en la inorganicidad de esos papeles que, como dijo una mancheta de este diario, nacieron viejos. Tal Benjamín Button o Pancho López, que deberían ser quienes, en su diseño, ocupasen el lugar de próceres cuyas figuras vienen a menos al constatar el escaso valor que representan, lo que explicaría la ausencia de Chávez en la galería pecuniaria.

 

 

 

A la perversión del nombre del “padre de la patria”, hay que sumar el agravio a esa legión de honor sacralizada por el eterno que adorna el papel moneda; un escarnio que se infiere de la infografía con la que El Nacional ilustró un trabajo de Dulce María Rodríguez –“Piezas que llegaron equivalen a 18,7% del efectivo que circulaba en billetes de 100”–.

 

 

 

En él constatamos que un Miranda (500 bolívares) –aparece en el billete  un mozalbete sin relación alguna con el  anciano de blanca melena y arete en la oreja derecha que veíamos en manuales escolares– alcanza apenas para un viaje de ida y vuelta en esas camionetas que, por destartaladas, deberían como el billete mismo salir ya de circulación; y un Negro I (1.000 bolívares) para un negrito, como debe ser; que con una Luisa (Bs 5.000) puede que adquiramos unos 10 huevos y con un Rodríguez (Bs 10.000, los anteojos en la frente sugieren miopía cerebral, sarcasmo castrense para  zaherir lo civil), un kilo de chozuela; y que con  un Simón, 20.000 cocos, podríamos, si acaso y a manera de postre, comernos el queso que había en la mesa.

 

 

Si Renny viviese tal vez mandaría al cono ese billetaje condenado a prematura muerte, bueno para jugar monopolio, y diría que así se pagan los errores moñetarios.

 

 

Editorial de El Nacional

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