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Un buen gobierno

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Un buen gobierno

 

Gobernar bien. ¿Qué significa eso? Algunos, los más, parecen confundirse. Estos creen que los ciudadanos no pueden con la realidad, y prefieren tratarlos como menores de edad e incapaces de lidiar con las cargas de la libertad. Estos políticos siempre tienen a flor de labios esos mensajes, esas ofertas que suenan bien pero que a la larga terminan en estruendosos fracasos. Los populistas ofrecen lo que ellos saben que no pueden cumplir sin arruinar las bases sociales y económicas del país. Y siempre aducen lo mismo: el pueblo no resiste la verdad. Si digo lo que pienso hacer no gano elecciones. Si hago lo que debo hacer, me tumban antes de comenzar. Por ese camino, lleno de fraudes y medias verdades hemos llegado hasta los linderos de la decepción y el descalabro.Los malos políticos insisten. Prometen aumentos de salarios extravagantes, incremento de los beneficios sociales, bajas tarifas de los servicios públicos, regalar la gasolina, gratuidad de la educación, salud sin costo, “tu casa bien equipada”, “un país potencia”, cesta-ticket para jubilados y pensionados, tasas de interés negativas y dólares a precios insólitos. Ofrecen de todo sin preguntarse con seriedad quién y cómo se puede pagar tanto bienestar que no se ha producido. Cuando esos políticos degradados y envilecidos apuran alguna solución a este enigma dicen cosas tan insólitas como “lo pagaremos con lo que ahora regalamos a los cubanos y al resto de las islas caribeñas”, o “lo haremos mediante una reforma tributaria que haga que los ricos paguen más impuestos. Nunca, pero nunca se atreven a decir la verdad, y es que este país está arruinado, fue saqueado una y mil veces, carece de reservas internacionales, está peor administrado que nunca, tiene una moneda devastada, y por lo tanto, lo que toca es replantear toda la propuesta para intentar conseguir un estado más pequeño, más limitado en sus funciones, concentrado en lo esencial, y que por eso mismo deje espacio a la acción de los privados. El tránsito será esforzado y exigente, y por algún tiempo no habrá espacio para las promesas vanas, las ofertas perversas, el empalagamiento populista, el político fraudulento y corrupto que, si miente en su oferta económica y política, mentirá en cualquier otra cosa.

 

 

 

El pragmatismo tiene una buena fama excesiva. No todo pragmatismo termina siendo exitoso. Lo mismo se puede decir de los ideales. No es cierto que un político con ideales termine cooperando con la felicidad colectiva. Pero algunos ideales tienen sentido y permiten que los gobernantes no se pierdan en el cálculo de las conveniencias subalternas. “No se gobierna bien sin un buen ideal” proclamaba Luigi Einaudi en su libro “El buen gobierno”. “No se puede tener un ideal y desear ponerlo en práctica, si se desconocen las necesidades y aspiraciones del pueblo, y si no se saben escoger los medios para alcanzar dicho ideal… porque el político no deber ser tan solo un mero gestor de hombres. Debe saber guiarlos hacia una meta, y esta meta debe elegirla y no venirle impuesta por los mutablea acontecimientos del día…”. El que llegó a ser el segundo presidente de la república italiana luego de haber sido gobernador del banco de Italia, liberal para más señas, estaba muy claro: No se puede gobernar sobre la base de lo que dicen las encuestas del día. No se puede decir solamente lo que la gente desea escuchar. El dilema político está en conseguir los medios para alcanzar los objetivos del estado, y la política tiene que ser un esfuerzo pedagógico para enseñar los límites de la realidad, y, por lo tanto, de los sueños colectivos.

 

 

 

El populista no se atreve con eso. No piensa en su legado más que en su supervivencia presente. Vive al día y a crédito. Desprecia a los ciudadanos y tiene una visión hipersimplificada de los sectores populares. Para ellos los pobres son solo estómago e instintos dispuestos a entregarse al mejor postor. Para ellos no hay otra alternativa que el engaño empalagoso, la sonrisa de conveniencia, el abrazo de ocasión y el discurso peripatético y reivindicativo. Ellos intentan decir lo que ellos mismos creen que los pobres quieren oír. No los convocan al esfuerzo productivo. Pierden la oportunidad de hacer de la política un proceso de aprendizaje. Uno los oye diciendo “eso no lo compraría el pueblo” y por eso mismo andan a tientas entre barrancos, perdiendo oportunidades, viviendo de una nostalgia insana e intentando buscar culpables.

 

 

 

Max Weber entendía la política como una profesión exigente. La entendía así porque exigía tres cualidades que además debían venir entrelazadas. Pasión, sentido de la responsabilidad y previsión. No es solamente una entrega apasionada a la causa. Es también que esa causa produce la exigencia de asumir sus consecuencias, de eso se trata la responsabilidad, de no dejar los procesos en la estacada, ni de buscar chivos expiatorios o de hacerse los locos. Lo que se decide hoy no solamente tiene efectos en el presente, también extiende sus impactos en el mediano y largo plazo. En eso consiste la trampa, en el veneno que encierra la miel que se ofrece hoy pero que se transforma en ese sabor agrio en la boca. Hoy un aumento de salarios puede sonar tan necesario y atractivo y a la vez tan ponzoñoso en la misma medida que se transforma en inflación, escasez y desempleo. Por eso mismo la confusión entre efectos y causas, medios y fines es siempre criminal. Para Weber el sentido de la responsabilidad es la guía determinante de las acciones políticas, por eso mismo debe ser previsivo. Dicho de otra forma, debe tener la capacidad de permitir que la realidad actúe sobre nosotros con calma y recogimiento interior. Se trata de evitar la vanidad, que es el pecado mortal de los políticos, “esa obsesión de poner en el primer plano con el máximo relieve posible la propia persona”.

 

 

 

Los buenos gobernantes se conjugan en plural, y si tienen buenos ideales, son responsables y previsivos, terminan practicando con humildad el servicio público y distanciándose todo lo posible de la prepotencia personalista. Esa es la condición de la unidad. Jesús Chuo Torrealba me lo decía recientemente, “nadie es dueño de la unidad, todos pueden participar, las puertas están abiertas…”. Pero sigamos el argumento de Max Weber para aclararlo aún más: “Si al político le falta una causa así definida, corre el riesgo de confundir la prestigiosa apariencia del poder con el poder real, y si le falta sentido de la responsabilidad, corre el riesgo de disfrutar del poder, solo por amor de la potencia, sin darle por contenido una determinada finalidad”.

 

 

 

En Venezuela el poder se parece demasiado a una impostura, a un montaje en escena, si es que no a un juego de suma-cero donde cualquier aproximación parece demasiado siniestra. El régimen no juega a la política, pero usa los escenarios de la política para aplastar al adversario. Sus contrincantes juegan a veces a la demagogia para tratar de ponerlo contra la pared. Y en el medio ese vacío de estadistas que tanto echaba de menos el padre Luis Ugalde S.J. en su artículo más reciente. En la política no tienen el mismo valor todas las armas. Y así como vemos con orgullo ciudadano el coraje, la determinación, la persistencia y la paciencia de Chuo Torrealba, el sufrimiento con dignidad de nuestros políticos presos, la conexión social y el liderazgo que ha logrado Henry Ramos Allup desde el parlamento, la conducción de la unidad parlamentaria de Julio Borges, la disposición social de cualquiera de los parlamentarios, a veces también nos hace ruido y nos perturban esas duras y temerarias caídas en los falsos espacios de la demagogia. Hace falta un ideal con medios y fines estructurados para que las tentaciones de la política no nos arruinen nuevamente. Hace falta un plan, una hoja de ruta para la transición, un nuevo pacto político y una jugada más colectiva que nos permita imaginar un país en paz y progreso una vez que hallamos allanado las dificultades del proceso revocatorio. Por cierto, excelente la señal enviada por Henrique Capriles y Henry Ramos al intentar visitar al preso político Leopoldo López. Esa señal tiene que convertirse en un nuevo comenzar, en un nuevo punto de partida.

 

 

 

Con los esfuerzos de la unidad hay que practicar una solidaridad generosa, pero también mantener en alto el imperativo de las convicciones. Hace falta un pacto político que exprese apertura, generosidad, integración y manejo sereno del pluralismo. Chuo Torrealba lo dice constantemente: “Aquí no sobra nadie”. Me atrevo a completar su frase. No sobran los amigos ni los adversarios. Cabemos todos y todos al final seremos necesarios.

 

 

 

Solón nos legó una distinción que hoy debería ser parte de nuestras consignas, porque contraponía las buenas leyes -la eunomía- a las malas leyes -la disnomia-. “Eunomía lo hace todo ordenado y cabal y con frecuencia coloca grillos a los malvados: allana asperezas, pone fin a la hartura, acalla la violencia, marchita las nacientes flores del infortunio, endereza las sentencias torcidas y rebaja la insolencia, hace cesar la discordia, hace cesar el odio de la disensión funesta y bajo su influjo todas las acciones humanas son justas e inteligentes”. Una buena ley aporta libertad y derechos. Una mala ley es una promesa insostenible. Ese debería ser el baremo, independientemente de cómo parezcan, como se oigan, o a que sepan unas respecto de las otras.

 

 

 

Estamos en un momento crucial. El revocatorio es un cruce peligroso por el Mar Rojo de nuevo abierto para que pasemos a pie y dejemos atrás los peligros de la tiranía con todas sus consecuencias. Pero el desafío no solo es el cruce sino el horizonte que se abre. De nosotros dependerá que no sea una trampa que nos coloque en la posición de volver a iniciar la misma debacle. De nosotros depende que la victoria sea sublime e irreversible.

 

 

 

Víctor Maldonado C

 
@vjmc

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