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¿Quién quiere matar a Nicolás?

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¿Quién quiere matar a Nicolás?

Hace pocos días, en el llamado Congreso de la Patria, el Presidente denunció que había un plan para asesinarlo. Habló de “campamentos paramilitares” y de “arremetidas imperialistas”. Pero nadie se asombró. Nadie dijo nada. La denuncia pasó inocentemente por debajo de la tarde. Como si Maduro, más bien, hubiera anunciado que comenzaba la siembra de sorgo en el sur del Estado Monagas. Como si hubiera dicho que estaba releyendo la obra de Enver Hoxha. Como si hubiera repetido que muy pronto Venezuela va a ser una gran potencia. No hubo ninguna reacción. El oficialismo ha logrado que los intentos de magnicidios ya no sean noticias. Lo que en cualquier otro país sería un escándalo sin precedentes, aquí solo produce aburrimiento e incredulidad ¿Es en serio? ¿Quién quiere matar a Nicolás?

 

 

 

Esta semana imaginé lo siguiente: Maduro se despierta, no demasiado temprano, y camina bamboleándose hasta el baño. Se mira al espejo. Sin ánimo. Casi cansado. Como si despertarse fuera un gran esfuerzo. Toma el cepillo de dientes pero, al acercarse al vidrio, de pronto sucede: un acontecimiento. Una revelación. Como si un relámpago rebotara dentro del espejo. El Presidente, desconcertado, siente un temblor luminoso. Por un segundo, la cochina realidad lo rapta: ¡coño! ¿otra vez se va a ir la luz? Pero rápidamente entiende que se trata de un fenómeno más profundo. Es un parpadeo de identidad. Su imagen, atrapada en el cristal, lo mira y le pregunta: ¿Quién eres tú en verdad, chico? ¿Qué coño estás haciendo?

 

 

 

Sabemos muy poco de Nicolás Maduro. En política el yo es fundamental, las historias personales son claves. Maduro no tiene una. Y si la tiene, no parece muy atractiva. Casi nadie la conoce o la recuerda. Lo poco que se sabe, además, resulta ambiguo: se formó en Cuba pero es seguidor de Sai Baba. Dice que siempre fue obrero pero también cuenta que tocaba bajo en un conjunto de rock. Sus relatos no son demasiados convincentes. Todavía a estas alturas, apenas esta semana, ha empezado a farfullar alguna que otra cosa sobre su partida de nacimiento. A este paso, no tendrá tiempo de hablar de su canción de cuna. En rigor, sabemos mucho más sobre lo que no es. Y cada vez es más creciente la sensación de que, en realidad, Nicolás Maduro ni siquiera es el Presidente.

 

 

 

En mi imaginación, su figura se mantiene paralizada delante del espejo. Hasta que de pronto cruza su mujer, entrando también al baño. Su mal humor llega primero. Ella viene un paso detrás, todavía adormilada. Solo deja caer un gruñido leve: ¿Y qué? ¿Estás esperando la foto? El sonríe y la mira a través del vidrio. Los cabellos de ella están disparados hacia todos lados, fuera de control. Al verlos, su sonrisa se hace más grande. La mujer se da cuenta y gruñe de nuevo: si tú vuelves a decir otra vez lo de los secadores de pelo –exclama tajante-, yo misma hablo con Tibisay para que te revoquen, coño. Y con tres zancadas regresa a la habitación. Nicolás se mira de nuevo en el espejo. La duda ontológica sigue ahí. Mirándolo.

 

 

 

Quizás piensa que el problema es de sus asesores. No han sabido darle un identidad sustentable. Un yo simpático y aguerrido. Una perfil personal imbatible ¿A quién se le ocurre, por ejemplo, ponerlo a retar a Mariano Rajoy a un debate público? Eso es sacarlo de la liga, ubicarlo en una posición inferior, meterlo en graves problemas. ¡Rajoy es un Presidente que no es Presidente! ¿Acaso ese es el adversario que se merece Nicolás?

 

 

 

Aprieta los ojos. Como cuando mira a cámara y, desde el duodeno, lanza ese insulto que nadie entiende ¡pelucón! Luego sigue cavilando: ¿Y lo de la Comisión de la Verdad? ¿Quién fue el genio que pensó en eso, ah? Y vuelve a refunfuñar: después de 15 años, y mandando, ahora es que venimos a proponer esa vaina. La gente tampoco es tonta. Y encima tengo que salir yo en ese acto tan pavoso, a nombrar a los mismo compinches de siempre, a presentar esa repetición como si fuera una gran novedad.

 

 

 

Imagino también que, coherentemente, como en todo lo demás, Nicolás al final no encuentra una respuesta, no sabe cómo actuar. Hasta que la imagen en el espejo se cansa o se aburre y se desvanece. Ya no está. Él sonríe tranquilo. Ha triunfado. Ya no hay dudas. Se estira. Se suena las manos. Tal vez siente que durmió como un bebé.

 

 

 

Nadie quiere matar a Nicolás. Porque, entre otras cosas, Nicolás es prescindible. Está ahí para cumplir un papel, para decir un guión. Nada más. No parece tener el poder suficiente para decidir, con alguna independencia, sobre los problemas centrales del país. Pero quizás, al revés, la pregunta tenga más sentido, sea más real, más honesta: ¿A quiénes quiere matar el Presidente? Este gobierno se ha convertido en una deliberada y trágica negligencia. Con las escasez de medicinas y de insumos clínicos. Con la inflación que ya se vive desde la hache del hambre. Con la violencia que cada vez extiende más todos sus límites… ¿A quiénes deja morir diariamente este gobierno?

 

 

 

Esa es la pregunta que no quieres ver en el espejo, Nicolás.

 

 

Blog de Alberto Barrea Tyszka

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